¿Lugar a crítica? Quién lo duda. Es más fácil criticar que crear. ¿Lugar a la esperanza? Sí, y mucho.
Joven de 17 años, ha osado subir a la montaña para desde allí dirigir el plan de su batalla.
Pasa revista de sus tropas, mide el campo, observa la posición del enemigo y da la señal.
Se ponen en movimiento sus personajes; hace maniobrar a ambos sexos, en diferentes edades; penetra rápidamente en los salones de nuestra prosaica sociedad, donde sólo se ve un reflejo sin originalidad de la civilización europea; hace chocar los albores de la pasión en el drama del corazón humano, siempre el mismo, y las manifestaciones del egoísmo corruptor que empaña la inocencia y plagia la corrupción de las clases ricas de la Europa; y con una inocencia admirable, esta niña, que levanta el velo del ídolo tremendo para contemplar la vida ansiosa de amor y de felicidad, termina su primer ensayo pisoteando la mentira y escarneciendo la corrupción de hombres y mujeres «prostituidas, que por un puñado de oro venden sus caricias y belleza sirviendo de juguete».
Es loable su ensayo, digno de ser estimulado. Pero si nos es permitida una observación, un juicio, sobre cosas que esa señorita debe comprender o adivinar, mejor que nosotros, le diremos humildemente, cuál es nuestra opinión a este respecto.
La novela en las sociedades americanas, presenta un grandísimo inconveniente, especialmente la novela contemporánea. Ese inconveniente es la pequeñez de las almas y pasiones; las pasiones imitadas de romances europeos, como lo son los muebles, modas y costumbres, adoptadas ciegamente, sin personalidad, porque la personalidad es muy pequeña. Si hay drama y pasiones en América, es en el pueblo. La señorita Ochagavía ha olvidado ese elemento. He ahí por qué sus personajes son fríos; aunque las situaciones son dramáticas.
Querer reproducir a Balzac (No nos referimos a nuestro autor) es querer aplicar el bisturí que destroza el cadáver del corazón de la vieja Europa, a nuestras sociedades infantiles.
El escepticismo y la indiferencia es un espectáculo horrible en Europa, pero en América es ridículo. Así, cuando vemos esos ensayos de personajes parisienses tomar los axiomas de la corrupción, ostentar el desencanto de los jóvenesviejos o de los viejosjóvenes, el respeto humano nos impide una sonrisa, porque vemos una comedia de ateísmo.
Los elementos del drama en América están en el pueblo, están en la lucha de la religión de la edad media con la filosofía y, más que todo, en las aspiraciones de la inmortal juventud que busca el camino de la verdad.
Hemos tenido ejemplos del amor patrio. La guerra de la Independencia en Colombia y en Chile, presenta mujeres tipos a ese respecto.
Hemos tenido ejemplos del amor divino, Santa Rosa de Lima, pero yo no conozco todavía, en América que correspondan a la Falange de las heroínas del corazón como Eloísa. Si me dice que se pueden crear, está bien, diría; lanzaos pues a la peregrinación y volved con las compañeras de la Julieta de Shakespeare, de la Lucia, de Walter personajes Scott, de la Margarita, de Goethe, de la Rachel, de Edgard Quinet.
Las soledades de América, soledades solitarias aun, de esos seres sublimes, espíritus mediadores entre el cielo y la tierra, cuerpos impalpables que perseguimos en el desierto y que se pierden en las ráfagas de las tormentas de verano, como apariciones fantásticas de esos seres que se invocan para llenar una parte de las aspiraciones del alma, aún no existen en América. Buscad esos seres. Detened el rayo en su carrera, inmovilizad un momento sublime del corazón; y después venid, mostradnos nuestras creaciones, hijas de vuestra sangre y vuestra carne, de vuestros sacrificios y tormentos. Dadles vida con vuestra vida, y vivirán. Lo demás es papel y tinta. Escribid con la sangre del alma y todos reconoceremos las aspiraciones de nuestras almas.
La novela penetrando en los salones de las ciudades, de América, sólo puede dar lugar a la comedia: penetrando en la historia, en el foro, en la vida política del día, presenta elementos de tragedia; pero penetrando en el corazón humano tal cual despierta en la joven América, arrastrando el bagaje de la edad media en las dilatadas llanuras o montañas encumbradas, con el recuerdo de la Independencia y con la aspiración de la religión universal, nos presenta los elementos grandiosos del drama americano.
Tenemos estrofas, fragmentos épicos, idilios inagotables y ríos de lágrimas de la escuela acongojada que parece sentada bajo sauces llorones al borde de arroyos infatigables, de versos lastimosos y de endechas de ternura. Los ecos se han fatigado de repetir dolores y quejidos en todo metro. La poesía americana ha cubierto el continente con una capa de hojas secas y «agostadas» en Europa, y que el tiempo soplando pulveriza. Byron desleído por Espronceda, y éste a su vez desleído en las aguas del Magdalena, del Guayas, del Rímac, del Mapocho y del Plata, ha sido el colorido empleado, repetido, ensalzado, hasta quedar incoloro.
Byron es el tipo más sublime e ideal de los poetas y de la poesía moderna. Era una proyección del mundo antiguo y de la historia, estallando en un alma inmortal que se lanzó a la vida a pedirle el secreto de la vida. Reasumió y condensó toda aspiración, y herido en la cima de la gloria que su genio conquistara, se despidió del mundo con los hechos del héroe, con el himno del martirio y con la profecía de la libertad y del amor del género humano. Dudó y combatió la duda. Él llevaba en la grandiosidad de su alma destrozada la protesta de la afirmación sagrada. Roído como Prometeo, amenazó al viejo Olimpo, y en los mismos campos de la Grecia escribió con su sangre el último canto del pasado.
Los que siguen la tradición de Byron, sin sus estudios, sin las circunstancias transitorias e históricas de su vida y de su siglo, comenten un anacronismo.
¿Qué diremos, entonces, de los que siguen a los imitadores de Byron? A juicio nuestro, una de las pruebas literarias de nuestro atraso, fue la popularidad de que gozó Zorrilla. Este sempiterno metrificador de uno de los más bellos idiomas, aturdió con su ruido a la juventud americana. Olores, colores, piedras, brujos, duendes cuentos de viejos de una sociedad vieja, idealización de errores y de monstruosidades de la Patria de la inquisición, tal fue el fondo y la forma que tanto se aplaudió. Felizmente todo eso pasó y murió por sí solo, muerte de inanición. Aunque quedan vestigios de esa orquesta de saudades que nos ha atosigado, ya la poesía americana se desprende de las incrustaciones del Escorial y de la Alhambra para iniciarse en el templo de la América.
Así, pues, a la novela le diremos: cuidado con Balzac, ese sepulturero anatómico; Cuidado con Dumas, que es la charla encantada; prestemos oído a lo que nos viene de la América del Norte. Es allí que se forma la literatura del Nuevo Mundo.
El desierto, las razas primitivas, la gran naturaleza, los puritanos, la raza de los Washingtons; he ahí asuntos que ocupan a los yanquis.
Pequeñas ciudades, pequeña sociedad, hábitos de educación injertados, poca personalidad, excepto para los crímenes, abdicación en ideas, costumbres, hábitos sociales, modas, palabras y vestidos, plagio de pasiones, no son elementos de porvenir y de drama futuro.
Si queréis novela, hacedla cómica. Es necesario que la risa de Voltaire aparezca un momento en América para estremecer a las sociedades inertes que resisten a la filosofía y para sacudir a las creencias muertas que se mantienen en pie porque han faltado dos cosas: el barretero y la carcajada.
Y si a nosotros, humildes peripatéticos que nos paseamos bajo los bosques de la Academia, procurando descifrar el universo con el eterno noscete ipsum, microcosmo que responde al macrocosmo, no es permitido elevar nuestras miradas a los hijos predilectos que apacienta Apolo con su lira, les diríamos: El Parnaso ha crecido, hoy se llama Cordillera.
Las aguas del Pindo que regaban esa miniatura de la belleza de la tierra, hoy se llaman Mississippi, Amazonas, Plata. El clarín de Caliope, no amotina a los griegos y troyanos, y hoy su voz ha pasado a las locomotivas con su pendón flameante que amotina los espacios para tragarse la distancia. El vapor ha ahuyentado las sirenas en los ríos y en los mares; la libertad ha sepultado los demonios en sus catedrales, y la danza de los muertos sólo se repite en la memoria de los que aún lloran por los castillos y torneos.
Pero en lugar de la Musa antigua, de la epopeya antigua, en lugar de la virgen de Dion que invocaba Milton, en vez de las cruzadas y de las Beatrices, se levanta sangrienta aun con las heridas del Gólgota la divinidad de la democracia en la tierra que conquista para restablecer los pueblos, regenerar las razas, iluminar las masas y dar espacio y patria al alma universal de la libertad del hombre. Y para esa epopeya tenéis por campo el continente, por escritura nuestros ríos, por monumentos a los Andes y por esperanza la religión futura que debéis profetizar, porque si no sois profetas, no sois poetas, sino gotas de rocío en el desierto.
Ya el manuscrito no basta, ya la imprenta es lenta, ya no nos satisface el foro de una plaza.
La electricidad y el vapor como la montaña de Eolo levantada, ha desencadenado la tempestad del perpetuo movimiento y la aspiración por un foro y un auditorio omnipresente. Elévese pues vuestro verbo a la altura de la tribuna del siglo XIX.
Penosa y lentamente la carreta se arrastra, con bueyes en la pampa. Se oye un silbido.
Pendón de fuego se aproxima, pasa, pasó, desaparece. Los que van en el tren, al ver esa carreta se preguntan ¿de qué siglo es ese objeto? Y no hay más tiempo. La carreta parece empantanada, y ya no se ve. Así se nos antoja debe ser la poesía moderna. En las alas del rayo, pasa sobre los recuerdos; y ya no tiene tiempo, si no para preguntar, ¿qué es ese resto antediluviano que parece plantado en el camino? El adelante es, pues, la voz de mando que recorre las líneas de todas las divisiones de la humanidad moderna. Adelante en industria, en comercio, en literatura, en la política, en la ciencia. Y ese adelante, es libertad y elevación del alma por abrazar los cielos y la tierra libertados de las fantasmas de la edad media que aún subsisten, de las cadenas del despotismo, de la ignorancia, de la miseria y de las pequeñas pasiones que disminuyen las proporciones de la personalidad del hombre. Debemos poblar el espacio y nos concentramos en miserias; debemos conquistar el tiempo y lo malgastamos en rencillas precursoras de sangre. Atrás a todo ese bagaje de pueblos pequeños. La dimensión de las naciones está en el termómetro de su corazón. La literatura moderna de la América es muy poco audaz. Sus horizontes son sublimes y misteriosos.
¿Dónde está el Colón que los encare?
Buenos Aires, 1857.
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