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DISCURSOS MASONICOS
[02-May-2008]

DISCURSOS MASÓNICOS .I.

Comomiembro activo de la logia Unión del Plata, y honorario de la Amiga de los Náufragos, creo poder interpretar los sentimientos que nos animan, en esta sesión magna, por el reconocimiento que hace de la autoridad independiente de nuestro Grande Oriente, el grande Oriente de la Francia.

Séame, pues, permitido, contando con vuestra indulgencia, exponer algunas ideas relativas a la masonería, en las circunstancias actuales.

¿Debe aspirar la masonería a la dirección espiritual de la humanidad y al gobierno de los pueblos? ¿O debe tan sólo limitarse a la repetición de sus fórmulas, a iniciaciones más o menos numerosas, y a la práctica de la beneficencia? ¡No! La masonería es algo más que la inteligencia de sus símbolos, órganos sagrados que nos ponen en comunicación con el pensamiento y el alma de las más remotas generaciones; cuando encarnaban en los signos que reverenciamos, la concepción de Dios, y de la arquitectura del universo que salió de sus manos. Si a esto sólo se limitase nuestro trabajo, seríamos una asociación de arqueólogos, pero no una sociedad que aspira a conservar, a transmitir y a desarrollar el testamento sagrado de la revelación primera y universal que estalla en toda inteligencia para hacer germinar la virtud en todas las esferas de la vida.

¿Debemos limitarnos a la práctica de la beneficencia? La beneficencia es buena, organizarla es necesario, pero si a ella limitásemos el campo de nuestra acción, no seríamos sino una sociedad como la de San Vicente de Paul, sin sus fines encubiertos, y sobre cuyas tendencias nuestro gran Maestro acaba de darnos la señal de alarma. Bajo otro aspecto, la beneficencia que pudiéramos ejercer sería limitada, impotente ante tanta desgracia, su acción sería puramente física, para remediar males físicos, y bien sabemos Q. . .H. . . que en América especialmente, no es el pan del cuerpo la necesidad que apremia, sino la necesidad de fe, de creencia, de virtud, la religión de la ley, de la libertad y del amor.

Hay, pues, un objeto más directo, un fin más grandioso, que la masonería prosigue a través de los tiempos y lugares, y es en esta circunstancia que conviene, sobre todo, tenerlo bien presente.

Grandes acontecimientos se desarrollan en el mundo. Coronas y tiaras bambolean al soplo del espíritu decapitador de los usurpadores de la soberanía del hombre y de los pueblos. Las monarquías habían engañado a la democracia, o parlamentado con ella. Las teocracias perpetúan aún la usurpación de la razón y del libre pensamiento que constituye la base de la igualdad ante Dios, la causa de nuestra personalidad independiente y la razón del vínculo fraternal que debe ligar a los hombres entre sí. La democracia avanza para entronizar el gobierno del hombre, la autonomía de los pueblos. La monarquía será en poco tiempo más un recuerdo que simbolizaba la incapacidad o inmoralidad de la mayoría de la especie humana, porque ya la democracia con sus perseverantes conquistas es el heredero forzoso de la primogenitura inicua de ciertas castas o familias.

Pero no habrá democracia radical si el hombre no profesa la religión de la razón que es la base de la libertad. Y como la teocracia simboliza la usurpación de la razón, de la facultad del libre pensamiento, del derecho sagrado de la interpretación del ser y de sus leyes, es claro que toda religión positiva que se impone por la autoridad de la fe ciega, de una tradición indiscutible, de una revelación temporal que ella sola, o su iglesia, sacerdocio o pontificado posee como heredero directo, y como interpretador permanente e infalible, es una religión, es una iglesia, es un sacerdocio y es un pontificado que, arrancando a la libertad de su base, y que, destruyendo con el privilegio de la revelación el principio de la igualdad, engendra necesariamente el despotismo religioso, el despotismo político y social, la desigualdad de los hombres, y establece las castas en el seno de nuestro nuevo mundo, ansioso de libertad y de igualdad.

Y hoy asistimos a la caída de esa religión, acontecimiento inmenso, era nueva que se abre y ante cuyo espectáculo es necesario preguntarse: ¿quién será el heredero de esa fe, de esa autoridad y de esa Iglesia? A lo que podemos contestar con las palabras de Alejandro moribundo: cuando preguntado sobre el heredero futuro del imperio, contestó: ``el más digno''.

Lo mismo podemos decir nosotros. Podemos dirigir a todas las religiones positivas existentes la interpelación suprema preguntando por el heredero de la fe, de la autoridad y del pontificado católico. ¿En dónde está la religión que se presenta para llenar ese vacío? ¿Cuál es el dogma más elevado y comprensivo que pueda satisfacer el alma humana en nuestros días? ¿Cuáles son los brazos que se alzan para sostener la basílica que se desploma sobre la frente de la humanidad católica? ¿O pretenderemos vivir o edificar en las ruinas del antiguo templo derribado por el Sansón de la filosofía? No. No veo a ninguna religión positiva presentarse para reemplazar y sobrepujar a ese dogma; a ninguna autoridad más fuerte, a ningún pontificado más espléndido, a ninguna Iglesia más empecinada.

Pues entonces Q. . .H. . . demos un paso adelante, tengamos la audacia de la fe, somos los más dignos porque somos los más universales y, como tales, recojamos la herencia del imperio.

Para probaros que tal debe ser nuestro objeto y legitimarlo, os pido atendáis y meditéis las consideraciones que paso a exponeros.

No hay sino una verdad, una justicia, una moral. Los mismos principios, máximas y axiomas han sido proclamados en las alturas del Tíbet, a las orillas del Ganges, en los valles de Persia, en los misterios de Egipto, en los templos de la Grecia. Confucio y Zoroastro, Sócrates y Cristo, Mahoma y Lutero, y hasta el mismo Ignacio de Loyola han proclamado los mismos principios de moral. Entonces, ¿por qué esa diferencia tan grande en el movimiento de los pueblos, en la condición de las sociedades, en el destino del hombre? ¿Por qué no hay pueblos virtuosos, por qué no se practica la moral, por qué la humanidad que reconoce una ley no forma una familia? ¿Por qué el odio, por qué la guerra, por qué la excomunión permanente, por qué el fuego y el hierro esgrimidos a nombre del mismo Creador, para atormentar, dominar o exterminar al hombre? Porque los dogmas son diferentes.

Si los dogmas, entonces, son la causa de la diferencia, del despotismo, de la guerra, ¿por qué no proclamamos la supremacía de la moral y abandonamos el dogma a la perpetua elaboración del pensamiento? He aquí la segunda consideración que someto a vuestra meditación.

El dogma domina a la moral y el dogma tiene que existir.

En efecto, no basta saber que los hombres son iguales y que el respeto recíproco de sus derechos es la ley, ni que la fraternidad sea el vínculo más bello. No. Esa moral se apoya y no puede ser fecunda para el corazón del hombre, sin una creencia que lo afirme como verdad, como emanación o imperativo de una causa suprema y eterna. Y esa creencia es el dogma.

Necesitamos y debemos saber, si hay un creador, si ese creador es un padre, o si la fatalidad es lo absoluto. Necesitamos saber si ese creador es legislador y juez, y si nosotros somos espíritu o materia, solidarios de nuestras acciones pasadas y futuras, si somos inmortales o apariciones fantásticas en el pensamiento y el espacio.

Necesitamos saber cuál es nuestro destino, en una palabra; y la satisfacción de ese problema es el dogma. Se ve, pues, que el dogma influye y domina a la moral. Las diferencias esenciales de los pueblos dimanan de la diferencia de sus dogmas.

Bien puede decir el Cristo: ``ama a tu prójimo como a ti mismo''. Pero si el teólogo después nos enseña: ``muchos son los llamados y pocos los escogidos''. Si nos dice el dogma: ``hay elegidos desde ab eterno, hay condenados de ab eterno'', en una palabra, si el dogma de la gracia o de la fatalidad se impone, ¡decidme, si puedo considerar a los eternamente reprobados, a aquellos que no viven en la gracia, del mismo modo que a los que han sido los privilegiados del amor divino! No. Es imposible que ame del mismo modo al que Dios ha condenado, y ya veis por medio de este ejemplo como el dogma domina y altera la moral.

Mahoma predica máximas de caridad tan sublimes como las del Cristo: ``creyentes dad lo mejor que tengáis... Los que dan limosna de día y de noche, en secreto y en público, recibirán la recompensa de Dios... Los que tragan el producto de la usura se levantarán en el día de la resurrección como aquellos a quienes Satanás ha manchado con su contacto. No dañéis a nadie y no seréis dañados... Las recompensas esperan a los que han sido pacientes, verídicos, sumisos; caritativos, que imploran el perdón de Dios a cada aurora''.

``Una buena palabra, el olvido de las ofensas, vale más que una limosna seguida de un mal proceder''. 1 ¿Quién no diría que es el mismo Cristo el que habla? Pues es Mahoma, el fundador de esa religión terrible, apoyada en el terror. Pero al lado de la moral que es la misma, se levanta el dogma de la fatalidad. ``Dios da la sabiduría a quien quiere. Dios dirige a los que quiere. Vuestros días están contados''. Y así las demás máximas de la fatalidad que hacen considerar a los enemigos como dignos de la esclavitud, de la muerte o del tormento.

Podrían repetirse los ejemplos, pero bastan los citados para probaros que la diferencia de dogma altera la práctica y la realidad de la moral que es la misma.

La moral no es, pues, suficiente para realizar la virtud sobre la Tierra. Necesita apoyarse en un dogma. Ahora, la cuestión que naturalmente se presenta es la siguiente, ¿Cuál es el dogma universal de la moral universal? ¿Cuál es el dogma que encarna la eternidad de la justicia, como imperativo del Eterno? Encontraremos ese dogma en las religiones positivas que recíprocamente se excomulgan y cuyos resultados prácticos son la opresión, la desigualdad, la indiferencia o la guerra? No veo ninguna religión positiva que sea digna de reemplazar a las otras, que presente el dogma de la libertad, de la justicia y del amor.

¿Qué hacer, entonces? El hombre busca el templo, el santuario, la palabra donde albergar su angustia; y lo que veo más digno levantarse en la peregrinación al través del desierto y de las ruinas, es el triángulo masónico que brilla en el fondo de nuestro santuario. Creo que el dogma masónico es el que más se acerca a la verdad, el más comprensivo, el más completo, el que reconoce en Dios la libertad y la justicia como arquitecto, y en el hombre la libertad como fuerza, y la igualdad como medida de su fuerza. He aquí por qué fundo en la masonería tan grandes esperanzas, para heredar el dominio del imperio anarquizado de las creencias.

El mundo pertenece a los fuertes, pero los astutos lo disputan. En medio de todas las religiones y sectas en que se dividen las creencias, hay una que, por sus dogmas, sus principios, sus resultados en la enseñanza y sus tentativas de dominio, es la más peligrosa secta que jamás amenazaría a la verdad, a la moral y a la dignidad del hombre y de los pueblos. Hablo del jesuitismo. En América tan sólo os presento como ejemplo, el Paraguay infeliz, teatro de su dominio, de su educación, y que hoy día con su tiranía injertada en el alma de las generaciones, es la lección más elocuente del poder terrible de esa secta. Desgraciado el pueblo que ignore lo que significa esa secta, y traidor o imbécil el gobierno que la acepte.

Ese mal que nos degrada, esa falsía que cunde, esa diplomacia enmascarada, la intriga autorizada, la palabra prostituida, la desaparición de los caracteres, la reticencia mental en todos los actos de la vida, la desaparición de la espontaneidad del alma, el culto del éxito, la aprobación de todo lo que triunfe, la sanción que se da a lo que se presente como fuerza, la doblez en el pensamiento, la mentira en la palabra, la traición en los actos, todo eso es el jesuitismo, todo eso se enseña, se aprende, se difunde, para alcanzar el poder, dominar a los pueblos, explotar sus inteligencias y riquezas en beneficio de la orden y de la teocracia, encubierto todo bajo las palabras: ``ad majorem Dei Gloriam''.

Jamás ha habido mayor enemigo ni más peligroso de la rectitud del alma.

Pues bien, esa secta nos invade, esa secta se extiende a paso de lobo, se infiltra en la enseñanza, se reviste con el manto de la caridad, acecha al poder, prepara sus candidatos para los puestos importantes de la administración y de la política. Conocemos su lenguaje: humildad cuando caídos y orgullo del dominio omnipotente de la humanidad en su secreto pensamiento. Liberales cuando se les ahuyenta o persigue, déspotas cuando imperan. Demócratas en las monarquías que no pueden dominar, y monarquistas en las Repúblicas que los desprecian. Partidarios de la libertad de la enseñanza, cuando la universidad laica predomina o el Estado toma sus precauciones contra su sistema corruptor, y exclusivista, cuando por medio de infames concordatos han podido enseñorearse de la educación de los pueblos, a asentar su predominio. Estando en Suiza en minoría, piden la libertad, y lo mismo en Irlanda, y en Austria, en Roma, en Nápoles, en el Perú, y en Chile, piden la abolición de toda libertad, el exclusivismo del culto, persiguen la prensa libre, anatematizan y se sirven del brazo secular para sus fines. Ay del pueblo que los acepta bajo el sofisma de la libertad invocada, así como del enfermo que aceptara la libertad del suicidio.

Así no sólo la masonería Q. . .H. . . tiene que aspirar a la noble misión de ser la religión universal para educar pueblos virtuosos, sino que tiene que combatir a la violencia y a la astucia.

No nos formemos ilusión sobre la dificultad de la tarea. Al contrario, encaremos como espíritus sinceros lo que debemos hacer para proseguir en nuestra marcha y ser dignos de nuestros antepasados, que en medio de los peligros y reveces de los siglos bárbaros han podido transmitir hasta nosotros la escuadra y el compás, a la luz de la estrella que brilla en el Oriente para edificar el templo de la grande humanidad.

Para cumplir esa misión debemos ser severos en nuestras iniciaciones, fortificarnos en el estudio de nuestras tradiciones, y yo propondría una sesión magna todos los meses destinada a la enseñanza del dogma. Si nuestros enemigos minan el terreno que pisamos, vigilemos con la lámpara encendida para salir al encuentro del espíritu anunciado, si ellos aspiran a apoderarse de las funciones municipales, aspiremos también nosotros a apoderarnos del poder ejecutivo, legislativo y judicial y, más que todo, de la dirección de la enseñanza.

He dicho.

Buenos Aires, noviembre 15 de 1860.

II.

Nada nuevo, Q. . .H. . . Dogmas o principios, tradiciones o esperanzas que se os enseñen, todo eso puede seros en parte conocido y tiene su origen en las ideas necesarias que nacen con el hombre, y que la ciencia desarrolla.

Acordaos del proceder Socrático. La enseñanza de Sócrates se reducía a descubrir, a ayudar, a revelar en el alma misma del discípulo los gérmenes que el verbo eterno allí depositara y, es así como después esa enseñanza ha venido a ser corroborada por el texto magnífico con que San Juan abre las puertas del Evangelio: Era la luz que alumbra a todo hombre que viene a este mundo. Esa luz, él mismo dice, era la participación de la eterna inteligencia.

Esa luz, pues, es la misma que quizás ya conocíais, pero con la cual os iniciamos y os damos el bautismo luminoso de miembros de una sociedad, cuyo objeto es la arquitectura moral de la humanidad indivisible.

El vapor ha existido en todo tiempo en la elaboración de la naturaleza. Lo mismo la electricidad, y todos los fluidos y fuerzas conocidas, cuya aplicación a los progresos humanos nos asombra. Pero comparad la existencia del vapor, a la conciencia de su fuerza y lo que es más, a la organización de esa fuerza por medio de la mecánica industrial, y veréis la distancia que media entre la organización y la conciencia de una fuerza o de una facultad, y el hecho sólo de su existencia.

Ese vapor, esa fuerza que se perdía, concentrada, organizada, surca los mares, devora las llanuras, atraviesa las montañas, transportando los productos de los climas, los hombres de todas las razas, los pensamientos de todas las escuelas, cruzando y mezclando los elementos materiales, morales, e intelectuales de la humanidad, en un foro tan vasto como el mundo, para realizar la armonía predestinada, y la omnipresencia de todo lo bello, de todo lo útil, de todo lo justo.

Del mismo modo la masonería. La luz existe, existía. Todos reconocen la necesidad de un vínculo común, pero casi todas las religiones y sectas, han pretendido imponer sus formas y ritos peculiares y exclusivos a la forma universal, que desconoce las fronteras y que ignora los límites, y que es la que nosotros proponemos.

La masonería en medio de todas las disidencias, divisiones, odios, y persecuciones, ha elevado su bandera en la que brilla el triángulo inmortal de la Trinidad divina, cuya encarnación humana se llama libertad, igualdad, fraternidad.

No discutimos sobre dogmas, ni sobre principios. Exigimos tan sólo el reconocimiento del arquitecto supremo de los mundos, sin cuya existencia y reconocimiento, sociedad, leyes, civilización y progresos sacudidos por el Sansón de la duda, rodarían desquiciados al abismo. Exigimos el reconocimiento de la inmortalidad del alma, sin cuya verdad, ``esta vida, sería'', como lo dijo Hugo, ``indigna del Dios que la da y del hombre que la recibe''. Exigimos el reconocimiento de un vínculo supremo entre ese Dios, el eterno, y entre este ser, el inmortal, para continuar el desarrollo de la crisálida celeste que la humanidad contiene, y que no puede terminar porque tiene a la eternidad por tiempo, a la inmensidad por campo y al infinito por término y deseo de sus aspiraciones sin fin. He ahí los cimientos indestructibles del templo moral tan vasto como el mundo, que los masones, aprendices, compañeros y maestros, levantan con sus manos bajo el amparo de la luz del cielo y de las luces que nos guían.

La masonería quiere, pues, fortificar todo lo que es universal. La universalidad es su carácter.

Su bandera de enganche no establece clasificaciones de riqueza, de color, de patria, de religión, de profesión. Su ley de ciudadanía impone como única condición a la virtud, para ser inscrito en el registro cívico que, de Oriente a Occidente y de Septentrión a Mediodía, realizará las palabras del Apocalipsis de San Juan, ``que no ha menester sol, ni luna, que alumbren en ella; porque la claridad de Dios la alumbró y la lámpara de ella es el cordero.

No entrará en ella ninguna cosa contaminada, ni ninguno que cometa abominación y mentira''.

He ahí nuestra ley de elecciones para ser ciudadano de la ciudad masónica.

Se os han abierto las puertas. Habéis pasado por las pruebas que se exigen para recibir la luz. Sed pues dignos de la luz, porque la luz os seguirá en los recónditos de la conciencia para escudriñar vuestras acciones.

La iniciación es necesaria. Toda religión la impone, todo Estado la exige. El cristianismo emplea el bautismo del agua, símbolo de la purificación. El Estado, la renta o la escuela, símbolo de arraigo y de instrucción. La masonería, impone la luz como bautismo, o la aceptación de la revelación eterna, que nos hace participantes de la luz divina, de la ley en la conciencia para dirigir la libertad. Exigimos, pues, todo lo fundamental que las religiones y sistemas políticos exigen. La confesión libre, la comunicación directa de la conciencia con el Juez Supremo; la purificación de nuestras faltas, al confesarlas y proponer no repetirlas, que es la realidad del simbolismo católico, y lo que es más, la afirmación de la humanidad universal, de la patria universal, de la Iglesia universal, en la aceptación de la fe masónica.

¿Se cree por ventura que hemos llegado a tal estado de perfección en libertad, igualdad, fraternidad, que ya no sean necesarios sacerdotes, apóstoles, misioneros y propagadores de la santa doctrina? Hay esclavos en el mundo. Luego la masonería es necesaria.

Hay privilegios, distinciones de raza, de clases, de naciones, odios y prevenciones separatistas, guerras permanentes. Luego la masonería es necesaria.

Hay ignorantes que buscan la ciencia y no pueden adquirirla; hay enfermedades, miserias, desgracias irremediables, barbarie que es necesario civilizar, luego la masonería es necesaria.

He ahí por lo que hace al exterior. Y por lo que hace a la intimidad misma de la humanidad, ¿no vemos claramente la distancia enorme que nos separa del ideal en todos los países? ¿No vemos las instituciones imperfectas, las leyes vejatorias que aún subsisten, los dogmas rivales que combaten, las iglesias que fluctúan en el océano de las disputas y de los intereses? ¿No vemos aún a la mayoría alejada del espíritu, sumergida en la materia, procurando encontrar en la materia y en la sensación el fin de la inmensidad del deseo? Luego la masonería es necesaria, porque es el reinado del espíritu.

La masonería tiene, pues, que combatir al error, al vicio, a la desgracia, al dolor físico y moral, a las tinieblas de la inteligencia. Y para ese combate que dura tanto como la historia, se ha organizado y vosotros hoy empezáis a conocer su disciplina, porque sin disciplina nada se consigue. La base de esa organización es la asociación y la obediencia del hombre libre. Tenemos una jerarquía: Respetémosla. Aprended, pues, desde hoy a respetar nuestra organización y autoridades.

Tenemos nuestra historia, nuestros medios, nuestro fin.

Nuestra historia está encarnada en los progresos de los pueblos, en las llamas de las hogueras extinguidas, en el patíbulo que se avergüenza ya de presentarse en las plazas de los pueblos, en las penitenciarias que se levantan para la rehabilitación del delincuente, en las garantías de la vida, de la propiedad y de la libertad del pensamiento; en la abolición sucesiva del tráfico de esclavos, en la desaparición del tormento del código penal; en las conquistas del derecho de gentes para disminuir los males de la guerra.

¿En qué progreso no encontraréis la acción directa o la influencia masónica a despecho, o ignorándolo los mismos que lo combaten o protegen? Nuestros medios son la organización de nuestras logias, y la acción de la razón y del amor.

Nuestro fin, la construcción de ese templo en cuyo altar las naciones vendrán un día con los trofeos de todo despotismo vencido, a extender la mano para remover la alianza definitiva de los elementos humanos, presentando al creador el más bello de los espectáculos: la libertad fraternizando, la libertad pidiendo al Creador otra Tierra u otro Cielo para continuar sus victorias de luz, de fuerza, de amor, hasta la consumación de los siglos.

III.

La Masonería desfallece entre nosotros.

¿Por qué? ¿Debe desfallecer? ¿Ha, por ventura, desaparecido el mal de la superficie de la Tierra? ¿No hay ya miseria que aliviar, caídos que rehabilitar? ¡Ignorancia que disipar! ¿No hay ya guerras nacionales ni civiles que extinguir, que aplacar discordias, anarquías o despotismos que combatir? ¿Han desaparecido los errores fundamentales que dividen las creencias de los pueblos engendrando la separación y los odios? ¿No hay bárbaros y salvajes que civilizar, esclavos que redimir, multitudes ignorantes que es necesario elevar a la categoría de hombres libres? ¿Está el mundo tan uniformado en religión y política, que la verdad no necesita propaganda y sacrificios? Y para reasumirlo todo en una palabra, ¿resplandece el bien, o impera la virtud en la mayoría de los hombres? --No, Q. . .H. . .

Y para llenar de algún modo programa tan grandioso, creemos por ventura que las religiones positivas, los sistemas de gobierno, y los partidos que militan, sean suficientes o entrañen la solución de los problemas, o contengan los medios eficaces de desarrollar los bienes, de garantir los progresos y de pacificar los espíritus? Si hay alguno que lo crea, que se presente, y que exponga la nueva, o la antigua revelación.

Si hay alguno que tenga su Mesías encarnado en alguna religión, política, o utopía, que se presente y nos diga como Jesucristo ¡yo soy la vía, la vida, la salvación! ¿No vemos al mundo cargado de religiones y de templos sin que de ninguno de ellos salga esa voz que necesita el alma humana para regenerarse, para levantarse, para buscar esa ciudad de justicia, testamento de todas las edades y profecía de todas las creencias? Cada religión se cree poseedora de la verdad y cada una de ellas cree que la salvación depende de su credo. De donde se deduce que o todas ellas son falsas, o todas ellas contienen los elementos de la verdad inmutable algunas veces eclipsada, pero jamás perdida en la memoria que la transmite o en la razón universal que la descubre.

Yo creo mis Q. . .H. . . hacerme el intérprete de vuestro deseo por el bien, de vuestras buenas intenciones y callados pensamientos, de la grande interrogación que con conciencia o inconsciente acosa vuestras inteligencias, cuando al frente del tremendo problema del mal, de la desgracia, o de la duda, volvéis vuestras miradas al ser supremo pidiendo una iluminación que os disipe las tinieblas y os enseñe la vía de vivir con provecho o de morir con gloria.

Yo creo no defraudar vuestras esperanzas en este acto tan solemne para mí, si ayudado por la buena disposición para escucharme, me acompañáis con vuestro buen deseo para sostener mi discurso sobre el océano proceloso de los tiempos.

¿Qué queremos? En esta pregunta va encarnada la grandeza del hombre y de su destino.

El animal y todos los seres inferiores siguen mudos el camino de la fatalidad sin inquietarse, sin temor y sin esperanza.

Pero en el hombre se despierta una tremenda inquietud. Él quiere saber adonde va, lo que es, de donde viene, ¡lo que será! Él siente una fuerza sublime que se llama libertad, que pide una dirección.

Él tiene una inteligencia que se abre sobre la creación para conocer sus leyes y busca la ley del ser humano.

Él siente su corazón como la copa encantada de la vida que desborda de amor y de pasiones, y quiere y debe saber lo que ha de amar.

Y en todo tiempo para la necesidad de la inteligencia se presenta el dogma.

Para la dirección de la libertad la ley o la moral.

Y para la satisfacción de su amor la santa humanidad con su cortejo que es la patria, la amistad, la familia, a todas las relaciones sociales, a Dios como fin y principio y coronación de la existencia en el seno de la eternidad que nos envuelve.

Pero el amor sin el conocimiento es la atracción sin centro.

La ley o la moral sin el dogma, es una opinión, vaga y flotante, incapaz de apremiar la voluntad.

Es pues necesario que sepamos por qué debemos obedecer, lo que debemos amar y preferir.

Esa ciencia es el dogma.

Ahora se presenta una cuestión. ¿Cuál dogma? ¿Entraremos nosotros a discutir todas las creencias? Pero, ¿con qué principio superior las juzgaríamos? ¿Tenemos el criterio? ¿Poseemos alguna creencia madre, fundamental e incontrastable que nos sirve de base para levantar el edificio de los principios? Sí. Creemos en el G.A.D.U. Creemos en la libertad del hombre y esto basta. Con esos dos principios osemos.

IV.

El G.A.D.U. ha construido su templo que se llama inmensidad. La inmensidad poblada respira en su seno; y todo ser, desde el átomo hasta el Sol, son piedras inseparables del monumento sin límites que suspende en sus bóvedas los sistemas de los mundos, como un discurso de centellas que revela un pensamiento, un sentimiento y una voluntad suprema.

A donde no alcance el telescopio, la razón alcanza; y en toda parte de la inmensidad, en todo momento de la eternidad, se ve la misma ley, la misma medida distribuyendo el movimiento, las mismas columnas sosteniendo el peso del firmamento visible, del firmamento invisible y de todos los cielos posibles que la razón proyecta más allá de los espacios. Las columnas de ese templo se llaman atracción sostenida y ejercida en razón directa de las masas e inversa del cuadrado de las distancias. Ésa es la fuerza que dominada o formulada por la geometría divina ha elevado con una sola palabra, la arquitectura de los mundos. Ellos tienen la música celeste. Ellos entonan el himno de la creación, en la lira de siete cuerdas, con los siete colores del prisma, pero falta la palabra del himno, la conciencia de esa música celeste.

El universo rueda fatalmente, tributando el homenaje del esclavo. Faltaba el himno de la libertad y fue el hombre.

Abrió sus ojos a la luz, recibió la iniciación de los cielos por la mano misma del Arquitecto creador, y desde entonces la criatura predilecta recibió la misión de construir un universo en la conciencia, de edificar un templo moral a imagen del templo material. Ésa es la masonería. Su origen se pierde en los albores de la historia. Ha recibido el plan, la geometría, las tablas de la ley en la cumbre de la montaña, en la primera mañana de la vida, a los resplandores del astro, símbolo en todas partes de la palabra o de la luz, y que se llama Indra en la India, Orzmud en Persia, Helios en Egipto, Adonai en Fenicia, Apolo en Grecia. Ha recibido las columnas que deben sustentar la bóveda del templo moral que se llaman libertad, su piedra fundamental, la piedra bruta que es necesario elaborar. Igualdad, la medida, el nivel que debe pasar, el equilibrio que debe sostener todas las partes; y fraternidad, la bóveda que une el monumento, la armonía que debe resultar de todas las personalidades, que debe existir en todos los aprendices que escriben el bautismo de la iniciación, en todos los compañeros que se unan para levantar las murallas, en todos los maestros que llevan la palabra directora.

Pero hay un hecho terrible, innegable. Todas las tradiciones lo atestiguan. Hubo un día en que las columnas de ese templo primitivo fueron sacudidas y el templo derribado, sepultando en sus escombros la divina arquitectura.

Fue el día de la aparición del mal o del pecado.

Desde entonces la humanidad dispersada, sin hogar, fugitiva, despotizada, ha elevado una protesta procurando levantar las columnas derribadas.

Hombres escogidos que guardaban en su seno los resplandores de la geometría divina, se organizan para estudiar el plan del templo y reedificarlo en la conciencia. El enemigo triunfaba, y era necesario el misterio. La masonería se organiza como una conspiración tenebrosa para salvar la luz, para fecundizar el testamento, y desde entonces circula en las entrañas de la tierra como las vetas de oro que es necesario arrancar con el esfuerzo. Los masones quieren que sus columnas sean de oro y por eso se sumerge en la tierra para arrancarlo y hacerlo circular con el sello de las palabras sagradas, moneda divina que asegura el comercio de los productos de la ciencia y de la fraternidad.

Derribado el templo, la sociedad quedaba sin albergue, las pasiones sin límites, las accio nes sin compás, las personalidades sin nivel, el hombre sin escuadra para adaptarse, a la formación, a la colocación de las piedras del edificio.

Era necesario volver a recoger esos despojos sembrados por el naufragio, volver a enseñar el uso de los instrumentos, a descifrar el plan perdido. De otro modo el hombre viviría a merced de sus pasiones, despotizado por el hombre, explotado por el fuerte, sin recibir el salario de sus obras. Era necesario elevar el altar del sacrificio, piedra fundamental de la sociedad, hogar divino cuya luz es la ley, cuyo fuego es el alimento de los pueblos. Y todo esto es la tentativa de todas las religiones de la tierra.

Todas ellas conservan fragmentos del divino testamento. No hay sociedad sin religión, y no hay religión sin templo. El templo es, pues, la obra de todos, el esfuerzo de todos.

¿Cuál es, entonces, el templo de la masonería? El templo universal. Es en esto que se distingue de todas las religiones. Es en esto que consiste la superioridad de su arquitectura.

Reconocer lo innegable, afirmar el axioma de la existencia, que es Dios, y el vínculo que a él nos une, la inmortalidad del alma. Aceptar lo que tienen de común las religiones de la Tierra, para formar una Iglesia más vasta que todas las iglesias, un gobierno más libre que todos los gobiernos, una religión más universal que las religiones existentes, respetando a todas como emanaciones del mismo principio. Asociar las razas, pacificar los partidos, unir las naciones, combatir el error, libertar al hombre de la tiranía de las pasiones, de la tiranía de los hombres, abolir el tormento, el tráfico de esclavos, apagar las hogueras, disipar la intolerancia, practicar la igualdad y la beneficencia, contribuir al desarrollo físico, moral e intelectual de la humanidad, combatiendo la miseria con la caridad y la asociación, he ahí algo del programa de la masonería, he ahí algunos de los títulos con que se presenta ante la historia de los pueblos. La masonería puede ver sus trofeos en la mejora de las costumbres, en los principios consignados en las constituciones y los códigos.

Si el alma humana, fatigada de las luchas de la tierra e insaciable por un bien, por una felicidad que no encuentra, si los pueblos fatigados doblan la cerviz a los tiranos, y someten su inteligencia al error; si los males y el despotismo, la anarquía, los odios, se enseñorean del gobierno de las sociedades, la masonería abre sus puertas a esas almas, conserva y fecunda en su templo el fuego divino de la palabra de verdad, y extendiendo sus iniciaciones puede llegar a ser la dirección oculta de la política, y la esperanza de todos los que sufren.

Somos nuevos, pero ved la antigüedad de nuestra tradición; la bandera de la masonería se despliega en la ribera del Plata para servir a la causa de la religión universal, a la causa de la democracia, y a la práctica de la caridad.

Tengamos constancia para sostenerla. Ya vemos sus efectos. Bendiciones misteriosas circulan, y el anciano, el huérfano, el enfermo, la mujer desvalida, reciben la ofrenda de los hijos de la viuda. Tengamos amor y veneración por nuestras fórmulas. Ellas han recibido las miradas de todos los pasados combatientes.

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El 18 de Septiembre de 1854

Francisco Bilbao, Desarrollado por Giroscopio y Newtenberg, Santiago, Chile. Abril, 2008

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