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BIBLIOGRAFIA DE EDGARD QUINET
[02-May-2008]

EL CRISTO A AHASVERUS.

Sí, esta voz te ha salvado Ahasverus. Peregrino de los mundos futuros y segundo Adán, yo te bendigo . Anda de vida en vida, de mundo en mundo, de una ciudad divina a otra ciudad; y cuando, después de la eternidad, hayas llegado de círculo en círculo a la cima infinita a donde van a parar todas las cosas, a donde remontan las almas, los años, los pueblos y las estrellas, gritarás a la estrella, al pueblo, al universo, que quisieran detenerse: Sube, sube siempre, es aquí.

E. QUINET.

A MIS AMIGOS, LOS OBREROS DEL PENSAMIENTO, EN LA AMÉRICA DEL SUR.

Amigos: Os comunico el programa de la edición completa de las obras del señor Edgard Quinet, que se publica actualmente en París.

Edgard Quinet es uno de aquellos ciudadanos de esa patria universal y sublime, por cuya ciudadanía también nosotros trabajamos: ­Es uno de aquellos amigos íntimos que elegimos entre la multitud de los hombres y de los siglos, para hacer la navegación de la vida, y con quien desearíamos encontrarnos bajo las sombras de los Campos Elíseos, para escuchar los recuerdos de la epopeya de la humanidad, al rededor del círculo formado por los Homeros y Virgilios.

He asistido a sus lecciones, cuando preparaba, en unión con el Sr. Michelet, la resurrección de la Francia y de la Europa. He seguido el torrente de la juventud francesa, que en número de cuatro mil estudiantes atravesaba las calles de París para saludarlo en su casa después de su destitución de profesor por el gobierno de Luis Felipe. Le he visto en tiempo de la República, de coronel de la 11a legión, compuesta de once mil soldados ciudadanos, conservar ese reflejo luminoso y tranquilo de Platón, en medio de la más espantosa insurrección de los tiempos modernos, bajo las órdenes de la Asamblea y del General Cavaignac; ­le he seguido de representante del pueblo, sosteniendo la causa de la libertad y de las nacionalidades y, últimamente en Bélgica, he recibido durante tres meses la hospitalidad de un desterrado a un proscrito.

A pesar de lo que podía conocerlo por el estudio de sus obras, ha sido durante este último periodo, que he podido penetrar y penetrarme de esa atmósfera de luz y de tranquilidad que le acompaña. ­Después de tanto trabajo y virtud, bajo el peso de la mayor desgracia, rodeado de desgraciados compatriotas, (lo mejor que posee la Francia), su alma, sumergida en el estudio y en la meditación, despide los rayos de una enseñanza universal, volviendo constantemente los ojos a la América sajona y latina, como al mundo de la esperanza.

A juicio nuestro, es una de las almas más completas que conocemos. Filosofía, historia, poesía, religión, política, arte, ha abrazado el inmenso macrocosmo en las entrañas de la personalidad más universal y más patriótica.

La ciencia en él no ahoga al deber, la poesía al pensamiento, la razón al corazón, la tradición al porvenir. Comprendiendo en toda su intensidad las manifestaciones del grande Espíritu a través de los imperios, de las razas, de las religiones que se apoderan del destino de las civilizaciones; sintiendo el alma del mundo palpitando con el Panteísmo primitivo de la India y de la Germania, con el amor de la Venus Astarté de las religiones de Asiria y de Caldea, con la personalidad que se desprende en los risueños y militantes campos de la Grecia, para empuñar el cetro de fierro de la Antigua Roma; recogiendo todas las palabras de los pueblos, sus aspiraciones y dolores, sus lecciones y profecías, aparece, en fin, en el mundo moderno con el grito infinito del cristianismo, esa síntesis flotante del amor divino, que procura encarnarse en las instituciones y costumbres de la humanidad libertada del panteísmo, de las castas, de las ciudades exclusivas y de las revelaciones falaces.

Ha seguido la evolución del caos primitivo, cuando desde las alturas del Himalaya, la primera tribu entona el primer himno a los primeros rayos de la luz que revelan el universo, palpitante aun por las caricias del Creador.

Sigue la marcha de esa luz que funda imperios, y que desde el Himalaya incendia las alturas del Tauro en Persia, del Sinaí en Judea, del Olimpo en Grecia, del Capitolio en Italia, y últimamente de la montaña en Francia, que reasume y eleva el trabajo de los siglos, para derramar sobre el mundo los resplandores de la libertad. No son los círculos concéntricos de Vico; no es la falsa unidad de Bossuet, queriendo arrodillar a la historia ante el tabernáculo de David; no es la fatalidad de Hegel consagrando los hechos, y encarnando el porvenir en la monarquía constitucional de Prusia; ni su pálido reflejo el doctrinarismo francés, justificando todo lo pasado para aplaudir todo oprobio: ­No, es el trabajo universal y variado del alma humana, al través de los tiempos y de las razas, verdadera peregrinación de Ahasverus en busca del cielo de todo lo bello, de la patria, de toda libertad, del paraíso, de todo amor; en busca de la armonía de todo elemento sagrado de la personalidad y de los pueblos, protestando aquí, triunfando allá, profetizando hoy las síntesis y la religión universal, ­la nación­ la humanidad, en la cual las nacionalidades serán tan sólo los grandes municipios.

Como escritor, es hoy, a juicio mío, el primer prosador en lengua francesa. Como poeta, después de Goethe en nuestro siglo, es la imaginación cosmogónica más grande que conozco, como puede juzgarse por sus poemas de Prometheo y Ahasverus ­Como artista, quién, sino Michelet, puede comparársele, en la manifestación del secreto de lo bello, y de las causas históricas, sociales, psicológicas, que han producido el Partenón de Atenas, el Júpiter de Phidias, la cena de Leonardo, el juicio del estupendo Miguel Ángel, y la gracia inmortal de esa victoria sin fin, que derramaba en su carrera el angélico Rafael, como si fuesen los dedos rosados de la aurora que aparecían colorando las cabezas de sus vírgenes.

Dedicando a su amigo Jules Michelet, la obra del cristianismo y de la Revolución Francesa, expone en pocas líneas la serie de sus trabajos: «En esta carrera, no interrumpida, he tratado de la revelación y de la naturaleza, de las tradiciones del Asia Oriental y Occidental, de los vedas y de las castas, de las religiones de la India, de la China, de la Persia, del Egipto, de la Fenicia, del Politeísmo Griego. He seguido al través de sus principales variaciones, al mosaismo, al cristianismo de los Apóstoles, al cisma Griego, al islamismo, al papado de la edad media, a la Sociedad de Jesús, a la iglesia Galicana, a las relaciones de la Revolución Francesa y del catolicismo; de modo, que estas obras diferentes de forma, pero, semejantes por el fin, tienden a componer una historia universal de las revoluciones religiosas y sociales».

Al través de esa peregrinación entre los Dioses, Edgard Quinet, explicando y comprendiendo las causas de las revelaciones, siguiendo el desarrollo de los dogmas, atestiguando sus contradicciones, él conserva firmemente los resplandores de la revelación universal, que domina a todas las otras y que cada día se extiende más luminosa por el mundo.

Ha podido escapar de la atracción terrible del panteísmo, porque posee una personalidad incontrastable: no ha caído en la fatalidad, porque la causa de la libertad moral ha encontrado un corazón supremo que protesta a nombre de los sagrados dolores de los pueblos: y últimamente, siendo el catolicismo el receptáculo de toda la tradición despotizante, así como la Revolución Francesa es el resumen de la protesta inmortal y de la afirmación que sustenta al Nuevo Mundo, esas dos corrientes de los siglos se encontraron en su inteligencia para producir las centellas de su admirable enseñanza, que comprende los dos elementos del drama de la civilización moderna, y que son bajo distintos nombres una misma cosa: teocracia y democracia. ­cosmopolitismo y nacionalidades, ­catolicismo y filosofía, ­monarquía, ­privilegios, ­castas y República; y, en una palabra, todas las usurpaciones del derecho en la conciencia, en la Patria, en la ciencia, en el arte, en la historia, ­contra la libertad, la igualdad y fraternidad de los hombres y de los pueblos.

Tal es el fondo de su obra, tal la lógica inmanente que distribuye la serie de sus obras, partiendo del mismo principio para llegar al mismo fin.

No ha olvidado ninguno de los rayos de la luz: tiene el instinto germánico para asimilarse el pensamiento de las cosas, la significación de las manifestaciones del alma del mundo que circula en los astros y las plantas, en el océano y las montañas, en los imperios y las iglesias, en la filosofía y en el corazón de ese femenino eterno que Goethe invoca al fin del misterio de su Fausto.

Tiene el instinto de la personalidad para adivinar y comprender las manifestaciones del individualismo del medio­día de la Europa que, encontrándose oprimido, se venga espléndidamente en los cielos del arte, y con las utopías de sus genios; y francés de raza, despertando en los campamentos de la revolución, al lado de su padre combatiente, ha conservado en su palabra los acentos del clarín, que en Jemappes precipitaba a los descendientes de Rolando y de Juana de Arco, a la vendimia de fecunda sangre de las campañas de la República.

Pero es en la causa de las nacionalidades en lo que él mismo hace consistir el principal mérito de su obra.

Fue durante las terribles invasiones de los austriacos, prusianos y cosacos, que el dolor divino se encarnó en su ser, e imprimió a sus pensamientos el culto inmaculado de la Patria.

La invasión y sus resultados fueron el criterio final.

La filosofía ecléctica y el doctrinarismo la aplaudieron y, como siempre, justificaron ese oprobio. Eso basta para juzgar a esos sistemas.

El catolicismo, que se llama religión nacional, entonó el Te Deum a los herejes vencedores.

El catolicismo fue juzgado. Las sectas socialistas, el san­simonismo, el fourrierismo, el comunismo, pasaban sobre la personalidad y sobre la Patria, como sobre elementos rebeldes que era necesario amoldar en sus lechos de Procusto, desencadenando el egoísmo para realizar la felicidad del hombre despotizado o animalizado; y esos sistemas fueron juzgados.

El catolicismo, siguiendo el desarrollo de su principio teocrático, pasa por la faz del Ultramontanismo para llegar a su última e inevitable consecuencia, que es el jesuitismo, y tal es la lucha que continúa.

La invasión armada del extranjero, y la invasión envenenadora del jesuitismo, es decir, la fuerza y el sofisma, ambos destructores de la personalidad, son en nuestros tiempos los enemigos capitales de las nacionalidades. La fuerza, la conquista, los imperios, arrebatan la soberanía nacional, y la doctrina de la teocracia, el cosmospolitismo romano, fundado en los ejercicios de Loyola, como instrumento de servidumbre, y en el concilio de Trento, como dogma de servidumbre, arrebatando la soberanía de la razón, falsean por la base la personalidad de las naciones.

Tales son, pues, los dos grandes enemigos que combate.

Todo derecho, toda nacionalidad forman parte integrante de la gran nación y del derecho universal. Él ha sentido más que nadie las horas amargas de la invasión, esos siete puñales clavados en el corazón de la Patria. Ese dolor ha sido para él una adivinación de las leyes del pudor de las naciones porque la nacionalidad debe ser una vestal.

Su grande obra de las revoluciones de Italia, que yo llamo el Evangelio del mundo latino, lleva esta dedicatoria: «A los proscriptos italianos, como expiación del asesinato de la Italia por manos francesas.» EDGARD QUINET.

Ha defendido al Portugal contra la Francia y la Inglaterra; a la España contra sí misma, y contra las preocupaciones de la Europa; a la Rumania, contra los tres imperios; a la Italia, contra el mundo conjurado; a la personalidad, en la historia, contra la teutomanía; a la personalidad sublime del Redentor, contra la erudición mística del doctor Strauss, siendo Quinet, quizás, el único que haya refutado ese colosal sofisma, mientras que el clero y la Iglesia, ocupados de Voltaire y de Rousseau, no sabían, no podían, o no comprendían que Strauss les arrebataba la persona misma, el sujeto, el verbo y el objeto de la religión cristiana.

Bajo otro punto de vista, la enseñanza de Quinet es la purificación del mundo, la crítica del pasado, la afirmación presente del vínculo universal que forma la verdadera iglesia del porvenir; y bajo este aspecto, su obra, es uno de los mejores libros que pueda leer el Nuevo Mundo.

He ahí, amigos y cooperarios de la gran causa, esparcidos en las Repúblicas de la América del Sud, la recomendación que os hago.

Buenos Aires, Agosto ­ 1857.

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Francisco Bilbao, Desarrollado por Giroscopio y Newtenberg, Santiago, Chile. Abril, 2008

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