Un grande ejemplo se ha dado recientemente al mundo por la joven República de Nueva Granada, que marcha a la cabeza de la América del Sur. El primer magistrado, infiel a su rol y traidor a la ley, había convertido la fuerza de que estaba investido contra las instituciones nacionales. Aspiraba a la dictadura. Pero ha encontrado en la nación una de aquellas generosas resistencias que salvan la libertad y desconciertan la tiranía. Después de algunos días de un triunfo contestado, el presidente Obando fue sitiado en su palacio, y ha caído entre las manos del pueblo. Enseguida, tuvo lugar un juicio solemne: el traidor fue castigado, conforme a la ley, y el derecho, tan a menudo oprimido salió victorioso de aquella prueba en medio de los aplausos de un pueblo entero.
Tal es el drama que se representaba, hace algunos meses, en la Nueva Granada. Merece sin duda alguna exponerse a las miradas de la Europa. Pero para comprender bien el carácter y el alcance de aquel acontecimiento, es necesario remontarse un poco más alto y echar una ojeada sobre los hechos anteriores, desde la guerra de la independencia.
Como es sabido, fue en los primeros años de este siglo que estalló aquel gran movimiento. La España luchaba entonces contra Napoleón y esa lucha iba a tener su repercusión del otro lado del Atlántico.
De repente, una conspiración uniforme y simultánea reventó en Nueva Granada, en el territorio del Ecuador, en las provincias del Plata, en el alto Perú y en Chile. Que se midan las distancias, la inmensidad territorial y las dificultades de comunicación; tómese el peso a la autoridad de la religión, identificada a la conquista, y calcúlese la ignorancia de las masas; téngase presente el aislamiento de la América, la vigilancia terrible del gobierno español, y entonces solamente podrá hacerse una idea de los esfuerzos, de la fe y del celo fervoroso de los fundadores de la nacionalidad americana. Fueles necesario crearlo todo, superar la audacia de los conquistadores, aquellos hombres de hierro, que ligaron con duras cadenas todo un continente al dominio de España. Sin imprenta, sin armas, sin soldados, sin apoyo, pero fuertes por su religión libertadora, hicieron por la primera vez desde el descubrimiento, estallar la elocuencia de la palabra, y la palabra engendró un nuevo mundo.
Concebido en el dolor y alimentado en la soledad, solamente en los corazones de una minoría heroica encontró eco al principio; pero muy luego el sentimiento de la defensa de la dignidad humana y el del principio nacional que buscaba su base en la República, penetraron profundamente en las filas generosas de aquella minoría, y el milagro de la independencia se cumple.
No fue, con todo, sin obstinadas luchas, sin encarnizados combates que se operó esa gloriosa transfiguración. Las planicies, llanos y pampas, las cordilleras gigantescas y los valles profundos resuenan al paso de los jinetes heréticos. El caballo del independiente bebe en todos los raudales y relincha sobre los volcanes; mas el soplo de la libertad viene en fin a regenerar la más vasta, la más bella y la más nueva de las creaciones terrestres.
Ahogada en Europa por el avenimiento del imperio y sepultada bajo la resurrección de otra edad media, la revolución estallaba en América, como la explosión de una fuerza indomable.
La humanidad subyugada reivindicaba sus derechos del otro lado del océano, y todos los recuerdos puros, la idea brillante, el fausto porvenir, abríanse un camino victorioso a través de los espectáculos más espléndidos y más grandiosos de la naturaleza.
La América fue entonces la verdadera tierra de la independencia; cubiertos estaban nuestros valles ensangrentados con los despojos de la teocracia y de la monarquía; las puertas de la nueva vida giraban sobre sus goznes y entreabríanse ante las generaciones nuevas; aquello era el paraíso terrenal descubierto y conquistado a la luz de los relámpagos de la libertad triunfante.
Doce años de combates se suceden. La independencia, victoriosa en el norte con Bolívar, y en el Sur con San Martín, estaba todavía contenida por la concentración de las fuerzas de España en el virreinato del Perú, centro de su poder. Aquel rico y vasto país, capital de la conquista y foco de su dominación, especie de fortaleza que recibía de España sus refuerzos por el océano, cortaba en dos partes, por decirlo así, el ejército del continente redimido, y presentábase como el peligro permanente de la revolución. Pero era tal la unidad de miras y de sentimientos de que se hallaban inspirados los libertadores, que los hombres del norte y los del sur, separados por millares de leguas, se convinieron espontáneamente en el mismo pensamiento: la libertad del Perú. Los argentinos lo habían ya tentado invadiendo a Bolivia; pero fracasaron. Unidos a los chilenos, a quienes acababan de secundar en su emancipación, organizaron el plan de una nueva expedición.
Tratábase de crear una marina, de arrojar del Pacífico las escuadras de la España, de cerrar a esa potencia toda comunicación con el Perú, y de transportar ejércitos por mar a setecientas leguas de Chile. El país se consagró al cumplimiento de aquel heroico empeño. Estaba pobre, arruinado por doce años de guerra, y creó una escuadra. Las naves españolas fueron tomadas, el océano reflejó la gloria de la bandera americana, y el ejército de la independencia abordó al Perú. La costa fue libertada, Lima quemó la inquisición, y el virreinato tuvo que refugiarse en las sierras.
Fue entonces que sonó la hora y que comenzó el rol de Colombia. Bolívar baja del Chimborazo y se dedica a perseguir los españoles. Vencedor en Junín, deja al general Sucre la tarea de terminar la campaña.
Jamás los españoles habían sido más fuertes.
El virrey hallábase rodeado de poblaciones fanáticas y fieles; sus ejércitos eran mandados por los jefes más hábiles de la Península; maniobraba en su terreno, y presentíase que la batalla que iba a darse sería la última, la que decidiría para siempre de la libertad o de la servidumbre de un mundo. El choque de los combates, las montañas, los torrentes que hay que atravesar, nada detiene la terrible marcha de los dos ejércitos, debilitados pero no desalentados; encuéntranse, el 9 de diciembre de . Fue aquella la época más bella de la historia del Nuevo Mundo. Una lengua, la lengua española; una idea, la independencia; una Patria, la América; una política, la confederación de las repúblicas nacientes, tales fueron las fecundas y gloriosas ventajas que alcanzó de la lucha perseverante y generosa que emprendiera por la causa de la libertad.
Apaciguada la exaltación, la unidad de acción cimentada por la guerra se quebranta, desde que el pensamiento se reconcentra en sí mismo para contemplar el porvenir. Entonces es que el germen tradicional y las ideas de la revolución entran en lucha. La razón emancipada tenia por consecuencia lógica la soberanía del pueblo, cuya manifestación política es la república. La libertad del pensamiento sucedía a la servidumbre católica del extranjero, la libertad en el gobierno a la conquista. Era borrar enteramente el pasado.
Pero el eterno enemigo de la humanidad penetró por medio de la astucia en el campo de la revolución: los mismos libertadores, fenómeno harto presente en la historia, se asombraron de su obra, ante las perspectivas desconocidas del porvenir tuvieron miedo de su emancipación, como si la salud pudiera ser una anomalía en la naturaleza. Hasta las almas más valientes conservan demasiado tiempo el estigma de la pasada esclavitud.
El catolicismo, protegido por la ignorancia de las masas, introducía en los nuevos Estados, el privilegio de su religión oficial. El partido liberal desarrollaba las instituciones de la prensa, del jurado, de las asambleas, de la guardia nacional; pedía la reducción del ejército y de los impuestos, la restricción del poder del clero, la educación gratuita.
El partido católico, maniobrando en sentido inverso, fortalecía, por su parte, el poder ejecutivo, propiciábase el ejército, perseguía a la prensa y concentraba las fuerzas nacionales, elecciones, rentas, municipalidades, en una organización constitucional y unitaria de la dictadura.
Tales son los dos principios y los dos partidos que se han dividido la América meridional.
A pesar de la diferencia de los países, las razas, las instituciones, los progresos y las reacciones, constituye esto una verdadera dualidad que simplifica admirablemente el trabajo del historiador; sin duda, existen partidos intermediarios y transiciones; pero la lógica de las cosas ha sido tan poderosa, que hasta aquí hombres e ideas han venido siempre a parar ya sea al catolicismo, ya a la libertad.
Por todas partes, en América, la reforma ha sido maldecida por el catolicismo; por todas partes la dictadura militar, aristocrática o plebeya, ha favorecido el desenvolvimiento de la iglesia, y la iglesia ha absuelto al despotismo, en el cual ha reconocido una emanación de su esencia, haciendo causa común con el silencio, el terror, las exacciones, los golpes de estado, y la bastardía de la razón. Solo falta a la América, para que su probanza de la opresión religiosa sea completa, la amarga mistificación del neocatolicismo cubierto con el antifaz democrático.
La impaciencia del partido católico, su orgullo, y sobre todo el carácter ciego de su consagración al principio que constituye su fuerza, le hacen reconocer al punto: de esta manera vésele unido a la dictadura, oponerse en pleno siglo XIX a la admisión de las verdades más vulgares, a la libertad de cultos, de asociación, de la prensa, a la abolición de las iglesias nacionales, a la introducción de los extranjeros en reducida escala, a la disminución de los impuestos que gravitan sobre los pobres para los gastos del culto, y el mantenimiento de los clérigos. Apoyada en la ignorancia de la mayoría y en la timidez de los liberales, la iglesia se ha mostrado en América lo que era en Europa en los tiempos de su poderío, esto es, ha sembrado el odio, las delaciones, la calumnia, armándose alternativamente del acero y de la excomunión contra sus enemigos, usando, en una palabra, de todos los medios adecuados a asegurarle la conservación de su influencia, y de sus rentas.
Los excesos y la gravedad de los abusos engendrados por el catolicismo han abierto también los ojos a los liberales de todas las comarcas de la América, que comienzan a comprender que la decadencia de la libertad es la consecuencia fatal de la alianza del régimen constitucional con la iglesia.
En Europa, la reforma ha ayudado mucho a la emancipación; en América, aquel movimiento reformista, aquella palanca de la libertad de pensar, teniendo por punto de apoyo al pasado, no ha tenido nunca acción.
¡Cuán grande es la fuerza de la verdad! Sin representantes confesados, sin clases, sin partidos interesados en su causa, con masas incultas, explotadas, dominadas por la educación servil, ella ha podido vivir, abrirse paso, combatir y arrancar victorias a sus enemigos prepotentes.
La independencia, encarnada en los campamentos donde la vida nueva palpitaba, se identificó desde luego con el ejército. Estrecha su horizonte, concentra la expansión y, no viendo sino la gloria conquistada, creyó que no tenia más objeto que ella misma. Entonces, despiértase el egoísmo, se amortigua el entusiasmo. Los generales tórnanse una casta: quieren gobernar. No encontrado ante sí más que la vieja Iglesia, le piden la consagración de la dictadura. La Iglesia se apresura a tomar la delantera. El militarismo y el catolicismo tiéndense la mano y hacen un contrato de solidaridad. Y no obstante aquella alianza formidable, la libertad ha podido continuar su marcha progresiva. El sacerdote y el soldado conspiran para perpetuar su soberanía y proscribir las instituciones libres; cuerpos privilegiados cavan el suelo de la revolución para introducir en él el privilegio. La división del poder ejecutivo en dos cámaras, el derecho de veto, las leyes excepcionales, la jerarquía militar y clerical, en una palabra, todas las trabas conocidas de las libertades políticas e individuales, tórnanse la gran política del partido conservador en América.
De su lado, la acción de la libertad consigue descentralizar el poder, constituir los municipios, restringir las usurpaciones del poder ejecutivo, proclamar los principios de todos los derechos.
He ahí el fondo del drama que se desarrolla en América.
La lucha en todas partes, pero en todas partes del progreso. Nueva Granada marcha a la cabeza de este gran movimiento: gracias a la acción de una juventud inteligente y generosa, la palabra y la idea han penetrado allí en las capas inferiores de la población, elevando la aspiración nacional a la altura de la reforma.
La antigua constitución, fruto inmediato de la guerra, era como en otros países dictatorial y teológica. En 1851, al renovarse la legislatura, el espíritu nuevo llevó a cabo la más bella de las revoluciones pacíficas, y, dueño del poder, dotó al país de la más adelantada de las constituciones del mundo.
Sin ser la expresión del ideal tomado bajo el punto de vista social más elevado, la constitución de Nueva Granada ha consagrado todas las grandes conquistas del espíritu moderno. Los principios que proclama son: separación del Estado y de la Iglesia, el jesuitismo proscrito, la abolición de todos los fueros, la organización de la guardia nacional, la confederación de las provincias, el derecho reconocido de las poblaciones de nombrar directamente sus magistrados, la abolición del pasaporte, la disminución de las contribuciones indirectas, la educación quitada a la Iglesia, el jurado en la justicia, el juez nombrado por el pueblo. Jamás, de cierto, constitución más bella proclamóse en América por una libre mayoría.
Todos esos principios fueron agitados por el país, y el general Obando que muy pronto debía tratar de derrocarlos, se había declarado su campeón.
Este general tomó parte en los sucesos de los primeros tiempos de la guerra civil.
Perseguido por los conservadores, refugióse en Chile. En esa época afectaba tener calurosas convicciones democráticas, y fue perfectamente acogido por el partido liberal. Era un hombre de hermosa y expresiva fisonomía, lleno de fuego en el lenguaje. Después de algunos años de residencia en Chile, pudo regresar a su país, donde se arrojó en los matices extremos de la democracia. Hízose amigo del general López, Presidente, y, asociándose al movimiento general del país, se entregó enteramente a la reforma. Desde entonces, se atrajo la opinión y, en 1851, la mayoría del país le proclamó presidente, con la idea de que iba a ser el primer representante de la nueva constitución.
Aquel hombre envejecido en las perse cuciones y sobre cuya frente se había cernido largo tiempo una acusación misteriosa, purificado en cierto modo por el brillo de su republicanismo, llega a ser el primer magistrado de la república, y su advenimiento al poder es saludado como el de la democracia. Él fue quien tuvo la gloria de firmar y promulgar la nueva constitución.
He aquí en qué términos solemnes se expresaba con relación a ese grande acto: ``Bendigo, decía, al Todopoderoso por haber borrado de mi frente, ese estigma de oprobio con el cual he llegado al gobierno de la república. Mi predecesor ha podido hacerse un tirano constitucional, pero no lo ha querido. Yo, como ciudadano y como magistrado, he trabajado en la reforma liberal de la constitución de 1843, porque la historia y mi propia experiencia me han enseñado que los Marco Aurelio y los Antoninos son accidentes raros y felices''.
Una vez en la cumbre, todo cambió.
Obando emprende una guerra sorda contra la representación nacional; se opone a la elección de los gobernadores de provincia por el pueblo; adula al partido católico atacando la libertad de cultos, siembra el descontento en el ejército, y lo excita contra las nuevas instituciones que amenazaban su existencia; se sirve de la prensa del gobierno para desacreditar la reforma y procurar hacer odiosos a los representantes del pueblo.
Existía entonces un club llamado democrático, calificación muy del gusto de todos los que quieren encadenar la libertad y arrastrarla al suicidio por la aplicación del sufragio universal a cuestiones que no son de su resorte.
Con ese club y con ese nombre fue que el general Obando desencadenó las borrascas precursoras de la dictadura. Las pasiones dominaban: los hombres desacreditados, todos aquellos que veían desaparecer su antigua influencia o sus privilegios se negaban cítanse allí, agrúpanse, concentran sus fuerzas y, bajo el patrocinio de la autoridad popular y constitucional del jefe del Estado, tórnanse la amenaza permanente de las instituciones.
Obando antes que todo quería hacer impopular la representación, aislarla, echar por tierra las magistraturas populares y hacerlas desaparecer bajo la apariencia de la voluntad nacional. Era necesario un conflicto para asegurar el éxito de esta combinación; los pretextos nunca faltan.
Los artesanos de la capital piden aumento de derechos sobre ciertos objetos de importación. El club se reunió, los demagogos, fieles al espíritu de su papel, se desencadenan contra la representación nacional; las pasiones se exaltan, los agitadores aparecen, y piden marchar contra la cámara para imponerle un voto conforme al deseo de la muchedumbre; pero los representantes, prevenidos y protegidos por una juventud heroica, se mantienen firmes, y la asonada dictatorial es vencida por la enérgica actitud de la asamblea.
El general Obando protege secretamente esa tentativa de insurrección, que según su modo de pensar debía desembarazarle de la legislatura, o bien ofrecerle la oportunidad de intervenir como salvador de una representación decaída y envilecida desde el momento en que hubiese cedido a la intimidación.
Abortada aquella tentativa, vese estallar una segunda el mes siguiente.
Los representantes piden armas, se les rehúsa. El club democrático, fuerte por la alta protección que se le dispensa, los ultraja; la violencia vocifera por las calles e impone a la capital; levántase el puñal sobre los mandatarios del pueblo, el jefe del Estado permanece impasible. A pesar de la ausencia de toda seguridad, en medio de aquella tormenta, el congreso terminó sus trabajos e hizo la clausura legal de su sesión de 1854.
El Presidente, después de haber firmado la Constitución, se esfuerza en impedir que se practique. Hállase solo ante el país; el momento de gobernar ha llegado y es entonces que conspira. Rodéase de los enemigos declarados de la reforma; organiza, arma las hordas, llamadas democráticas. La prensa del gobierno trata de reconstituir, de reavivar los disentimientos de todo género que habían desaparecido con la nueva Constitución. Organízase un sistema de corrupción y de intriga a vista del derrocamiento de los magistrados liberales en las provincias; y cuando el ejército de los funcionarios y de las voluntades asalariadas se halla completo, llegan las elecciones de la legislatura; pero, no obstante aquel armazón de ocultas asechanzas y celadas, la vitalidad de la ley nueva se manifiesta en todo su poder: amenazas, traiciones, hostilidad de los funcionarios, conspiración del Jefe del Estado, alianza del sacerdote y del soldado, todo fracasó ante la soberanía del país, y una mayoría liberal vino una vez más a ocupar su puesto en la Asamblea. Este resultado dio el golpe mortal a las intrigas y a las esperanzas del Presidente. Viendo que el Congreso le era hostil, todos sus pensamientos se fijaron en el golpe de Estado.
Hízose, entonces, el hombre de los clubes, y un gobierno secreto se estableció al lado de un gobierno público. Lanza bandas de salteadores en la montañas, agrupa en la capital la fuerza armada, y pónela al mando del general Melo, hombre de antecedentes lamentables. Excita el odio del ejército contra los ciudadanos, y lleva la impudencia hasta invocar los abusos y violencias cometidas por su influjo para tachar las elecciones.
Tristes presagios hacían temer el resultado de la elección del próximo Congreso. Pero el Congreso, viendo venir la tormenta, alza la prohibición de introducir armas y reconoce a los ciudadanos el derecho de guardarlas; fiel al principio que le llevó al poder, apresúrase a realizar las consecuencias fundamentales de la ley; ve el peligro, ve que está en pie el declarado enemigo que la desafía y atrévese, en fin, a pedir la supresión del ejército permanente, ese flagelo de América. Todos los privilegios, todas las clases civiles, políticas y religiosas habían desaparecido; sólo quedaba el ejército.
Siente éste el peligro que le amenaza; rodea en masa al Presidente, y se incorpora al Club Demagógico. Un ruido sordo sucede entonces a los manejos estrepitosos; la violencia disimula, y cada cual espera en el silencio de la perplejidad el monstruoso desenlace de la alianza de la demagogia, del ejército y de la autoridad presidencial. La hora de la crisis va a sonar, la conspiración siéntese palpitar en el aire, todas las miradas están fijas en la situación. El gobierno de Bogotá, y los representantes saben lo que se pasa. Interpelan al Presidente, quien responde que ``no hay nada que temer, que el ejército está pronto a asegurar el mantenimiento del orden, que él es el elegido, ¡el guardián de la ley!''.
Todo estaba pronto, el plan cambiando, de antemano, las pasiones llevadas a su paroxismo; era inminente la catástrofe.
El 17 de Abril, al ruido del cañón, la insurrección demagógica y militar a las órdenes del general Melo, jefe de la fuerza pública, invadió la ciudad, sitia el palacio, a los gritos de ``¡Abajo la Constitución!'' y, fenómeno inaudito en el maquiavelismo de los déspotas, aquel león desencadenado, en vez de derrocar al Presidente, le proclama dictador, con los aplausos de una multitud desenfrenada.
El general Obando quiere conservar el papel de Presidente legal; se hace encerrar en su palacio, se constituye prisionero y rehúsala dictadura. Más aún, muéstrase indignado y, a creérsele, él es la primera víctima de la insurrección. Sin embargo, su inercia es completa; parece que se hallase exento de todo deber hacia el Estado, de toda obligación, de todo sacrificio, de toda iniciativa.
El vicepresidente le manifiesta enérgicamente la necesidad de mostrarse, de ejercer su autoridad, de servirse de su popularidad para disipar la insurrección. Tuvo suficiente tiempo para tomar medidas eficaces; la guardia permanecía fiel, los ministros le instan; acuden gentes de todas partes a ponerse bajo sus órdenes, y se rehúsa a ponerse en acción; quiere ganar tiempo. A vista de aquella inmovilidad, el vicepresidente, los ministros, algunos generales le piden una autorización; una firma; niégase a ello. Rechaza todos los medios que se le proponen; no hace nada, ni quiere que se haga nada. Su objeto es robustecer la insurrección y dejarla que se lleve a cabo sin impedimento. Que la ley sucumba, que las autoridades sean perseguidas; lo que desea, es el vacío, el allanamiento de todo obstáculo a su ambición; y, especialmente, encontrar una salida para la retirada y el derecho de dejar a otros la responsabilidad del hecho consumado.
No espera ya, ni cree en la posibilidad de una resistencia enérgica del país. Él le había desarmado de antemano, contra la voluntad de las cámaras.
Triunfa la insurrección, la dictadura le es de nuevo ofrecida, rehúsala todavía. Expresa el deseo de conocer la opinión del alto clero sobre el nuevo orden de cosas. Hace oberturas y promesas sobre un arreglo retrógrado, con respecto a las cuestiones religiosas, para comprometer a la Iglesia en la Revolución.
Este hecho aclara bastante toda su conducta y revela su significación. Todos los demás funcionarios pueden huir, únicamente él no lo hace. Búrlase de las tentativas de resistencia que empiezan a aparecer, y escribe a Melo, jefe del movimiento, que es necesario no consentir la reunión del congreso, ni aún en los infiernos.
Infiel a su mandato, traidor a la nación que le encargaba de aplicar la más libre de las constituciones que él mismo había firmado y aplaudido, Obando aparece en la historia como la personificación resucitada de aquellos siervos libertados del Viejo Mundo, que no creían poder llegar a ser algo sino haciéndose a su turno opresores.
Era Presidente, esto no le bastaba. La dictadura no era posible, y la dictadura era su objeto. Ahí está el secreto de aquel golpe de Estado fenomenal, de aquella increíble anomalía que soñaba poder conciliar la legalidad con la popularidad de una dictadura impuesta por la insurrección.
¿Qué hace el país? ¿Se dejará imponer aquella pérfida usurpación? ¿Se inclinará ante el crimen hábil y triunfante, ante la traición consagrada por el éxito? ¿Adónde van los magistrados, los funcionarios, los representantes? Donde les llama su deber, haciendo oír a las poblaciones el llamamiento a las armas en todos los caminos del país, en las ciudades, en los campos, y arrojando a los ecos el grito de la sola guerra santa: ``La Patria está en peligro''. Y a su voz el país entero se subleva, el gobierno se instala, la patria se arma para la reivindicación del derecho y de la ley.
La libertad hace causa común con la legalidad, la nación se identifica con la carta, la justicia se encarna en el pueblo. ¡La guardia nacional hará trizas al ejército! Todos los recursos, soldados, plata, armas estaban en poder del dictador. El país se hallaba pobre y desarmado. La capital, Bogotá, formaba el centro desde donde la compresión armada podía irradiar sobre todos los puntos para anonadar las resistencias. La insurrección tenía además las ventajas estratégicas, y reunía de ese modo todas las probabilidades de victoria.
En este punto es donde conviene notar a qué grado se había enaltecido en Nueva Granada el espíritu público. El congreso se reunió en la villa de Haque. Decretó la acusación del Presidente. Colócase al frente del gobierno al vicepresidente, el señor Obaldía, y el general Herrera es nombrado jefe de la fuerza pública; al mismo tiempo todos los partidos se unen, sus jefes están a la cabeza, olvídanse las antiguas disensiones para hacer un llamamiento unánime al país; cómpranse armas y ábrese la campaña. Los generales Herrera y Mosquera mandan las fuerzas del norte; el general López, que acababa de dejar la presidencia, corazón heroico a lo Washington, toma su espada de soldado y subleva el sur.
Melo hace algunas salidas y consigue algunas ventajas, domina sobre la extensa llanura de Bogotá; pero siente que la tierra arde bajo sus pies, y después de cada salida vésele volver precipitadamente a la capital, como un pirata a su escondrijo.
Al cabo de siete meses empleados en armas y organizar la nueva milicia, en hacer grandes marchas para operar la concentración de sus elementos, el ejército de la ley, en número de diez mil hombres, sitia, en fin, al dictador; las fuerzas que tiene para su defensa se componía también de diez mil hombres parapetados en las casas, en las calles, en las iglesias; pero, asaltados por todas partes, no pudieron resistir al valor y al ímpetu terrible de los republicanos.
Después de tres horas de un combate sangriento, el dictador Obando capituló. Melo fue hecho prisionero, el dictador llevado a la cárcel para ser juzgado, y la República, victoriosa, vio de nuevo asentarse su soberanía sobre los despojos de la dictadura.
Pasado algún tiempo, el culpable comparecía ante sus jueces y el señor Florencio González, procurador general de la república, terminaba con estas palabras el acta de acusación del dictador: ``En nombre de la justicia, como satisfacción a la nación indignamente traicionada, como expiación de la sangre de tan gran número de víctimas inmoladas por el crimen del 17 de abril, como reparación a la moral ofendida, a la libertad infringida y a todos los derechos del pueblo conculcados por los rebeldes y por el hombre que debía haber sido el primero en darles el ejemplo de la obediencia, reclamo la condenación del acusado al máximum de la pena que la ley aplica a los traidores y a los rebeldes, con todas las consecuencias que la acompañan''.
La constitución había abolido la pena de muerte por causas políticas. Después de haber oído la suprema corte de justicia de la República, la defensa de Obando, le declaró traidor a la nación, y le condenó a doce años de destierro, a la pérdida de sus derechos, a los gastos del proceso y al pago de una indemnización fundada en las consecuencias materiales de su crimen.
A esta noticia, transportes de alegría estallaron en todas partes en el seno de la nación victoriosa que acababa de borrar de su frente las últimas manchas de la conquista. Hoy la paz, la paz de la justicia y de la libertad, derrama sobre ella los tesoros del bienestar moral y de la propiedad material. Las leyes han recuperado su imperio, la constitución es una verdad.
El vicepresidente, el señor Obaldía, ha transmitido, cumplido su plazo, el poder al señor Mallarino, que es el nuevo Presidente; los generales vencedores, así como los soldados, han vuelto a sus hogares. Los liberales y los conservadores se aproximan y se unen; los colores extremos de los partidos se borran a la gran luz de la libertad y de la democracia. Todo se remite a la elección; no hay ya colisiones, no hay luchas; es la opinión pública la que gobierna y, merced al espíritu que la anima, Nueva Granada merece hoy servir de modelo a todas nuestras repúblicas americanas.
1856.
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