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LAMENNAIS
[02-May-2008]

AL SEÑOR DON RAFAEL BILBAO.

Os dedico, padre mío, este ensayo, deuda de gratitud para con ese hombre representante del siglo, que me llamó su hijo.

Uno de los males más profundos de la civilización moderna es la división de los espíritus, la separación de las almas en el seno mismo del amor más puro, que es la familia. La madre invoca la gracia divina; y la ternura entrañable del amor materno suspira por la conversión del hijo batido por las tempestades del espíritu. El padre, heredero del pasado, pero soldado de la revolución en la política, divide su creencia: abdica y se somete en cuanto al dogma, pero es ciudadano de la libertad en las relaciones sociales. El hijo nace por la indiferencia, o victorioso con la posesión de la justicia en la religión y en la política.

Tal es el estado de la generalidad, tal es el estado de las almas en este siglo. Ese estado es la lucha, es la guerra, es la anarquía. Desde el nacer respiramos una atmósfera sangrienta. Pero ése no es nuestro destino, ese estado debe cesar, so pena de sumergirnos en el caos de las contradicciones. O triunfa la

LAMENNAIS . COMO REPRESENTANTE DEL. DUALISMO DE LA CIVILIZACIÓN MODERNA. 1

gracia, y con ella la debilidad de la mujer, perpetuándose el dualismo del catolicismo y de la libertad y entronizándose para siempre la anarquía e indiferencia; o triunfa, en fin, la libertad como dogma, como ciencia, como política y moral, y entonces la humanidad reconocerá el nuevo eterno ideal por el que clama desde los abismos del pasado hasta las regiones de los cielos.

Tal es la cuestión, padre mío. No admitamos jamás la transacción en la verdad, jamás permitamos al jesuitismo interponerse con sus reticencias, cálculos y concesiones entre Dios, justicia para, y el hombre, que es una aspiración sin fin por adquirirla.

¡De cuántos dolores sagrados, de cuántas lágrimas sublimes no hemos sido causa nosotros, los hijos proscritos de la libertad! ¿Creéis acaso que si no creyésemos en la verdad, si la conciencia no tuviese pleno y absoluto convencimiento de lo que osa afirmar, a despecho de la guerra, y maldiciones, a pesar, sobre todo, del dolor del alma desgarrada de nuestros padres, creéis acaso, por un momento, que hubiese habido consideraciones que nos hubiesen hecho perseverar en la vida dolorosa que abrazamos? Ni un instante padre amado.

Eso que llamamos porvenir de un joven, o una posición sacrificada, cuando un poco de servilismo nos hubiese hecho adquirir honores, riqueza, consideraciones; las persecuciones sin fin, los anatemas, la proscripción, las súplicas, las amenazas, las promesas, el odio y la calumnia a sus anchas satisfechas en nosotros; el hogar derribado, la familia dispersada, las sentencias de muerte, los años que se acumulan en la desgracia, la ausencia de su cielo y de su tierra, sin patria y sin ciudadanía, vagando por el mundo, y más que todo, la esperanza enlutada, el porvenir sombrío, el olvido, la muerte; todo eso, padre, ¿creéis que hubiese sido arrastrado, soportado y dominado, a pesar de las horas tristísimas de la soledad de los proscritos, sin algo que no fuese creído ser la verdad, y la posesión de Dios según nuestra inteligencia limitada? No, padre mío, cualquiera que sea el velo que pudiera separarnos en la región de las creencias, siempre nos ha acompañado vuestro amor; y vuestras bendiciones han sido talismán y recompensa en nuestros adversos días. Yo bien sé, y por eso no me aflijo; nuestra adoración es la misma. El mismo Ser recibe vuestras oraciones y nuestras horas de dolor; el mismo Ser nos espera para hacernos atravesar las regiones de la luz, inseparables en el mismo amor y reunidos al pie del hogar indestructible, donde se estrellarán las maldiciones impías de los que pretenden disponer del rayo del Eterno.

Tal es mi fe, tal es mi evidencia. Deshabituemos al alma de ese miedo transmitido para con el Dios de la justicia. Dios es la Libertad infinita, y Él es el que fecunda y sostiene a los que procuran acercarse a su trono, no como trémulos vasallos ante la ira de un amo, sino como hijos libres ante el padre de la libertad.

Vuestro hijo.

Francisco Bilbao.

INTRODUCCIÓN .I.

La vida de los pueblos es la acción de sus dogmas. La revelación eterna data en la historia desde el primer pensamiento del hombre.

Los caracteres fundamentales de la verdad son universales. El hombre, al tomar posesión de su personalidad, siente a su ser en el Ser, ve su persona incubada en la luz de la personalidad infinita, que aparece en su conciencia; y desde entonces el dogma radical de la creación y de la vida se llama Dios y libertad.

He ahí el axioma, la evidencia, el dogma, la verdad. El error es olvido de Dios o de la libertad. Todo olvido de Dios es panteísmo. Todo olvido de la libertad es catolicismo. El panteísmo y el catolicismo son los escollos de la humanidad.

El panteísmo olvida a la personalidad divina, absorbe en la fatalidad a la libertad humana. El catolicismo olvidando la personalidad soberana de la razón, precipitada en la caída a la libertad divina que es la justicia, y a la libertad humana que es el gobierno de sí mismo. Un Dios de gracia es consecuencia necesaria de la arbitrariedad. El pecado original y las penas eternas son consecuencias necesarias del terror elevado a dogma. Siendo el dogma la creencia madre de las creencias, toda ley, toda costumbre, todo sistema son manifestaciones secundarias del germen radical, de la concepción fundamental del Ser. Si Dios es todo, todo es Dios, todo es divino. Desaparecen las distinciones de lo justo y de lo injusto, y la fatalidad de la materia es igual al movimiento de la historia. Hay, pues, una causa de indiferencia en el panteísmo. Si el hombre nace condenado, si Dios es un ser de privilegio, desaparece la base fundamental del heroísmo, y la última consecuencia lógica del catolicismo es el quietismo, la desaparición de la justicia, de la acción, del esfuerzo de la voluntad, encontrándose con el panteísmo en su último resultado que es la indiferencia o el sometimiento al poder, a la fuerza, a lo que impere, a lo que triunfe. Es así como se ve dominar a la fatalidad sobre el dogma de la revelación primera. Es así como el Asia vegeta en el sopor de una fantasía saturniana, que devora los seres en una estupenda indiferencia. Es así como la edad media, después de haber devorado la luz de la Grecia, consiguió trastornar a la razón, producir esa vegetación de todo error, abolir la conciencia de la personalidad, extender el olvido de la soberanía del hombre, sobre las generaciones que cobijó bajo su manto.

Pero siempre ha vivido la protesta.

La fatalidad y el politeísmo imperaban sin poder anonadar esa protesta, que el mundo Griego, ha personificado en Prometeo. La fatalidad dominante empezó a desfallecer desde que le faltó la fe en la lógica de su principio.

Temió, luego no era la verdad. Prometeo se encarna en Sócrates. El suplicio se renueva, el filósofo, muriendo, repite la profecía de la caída del Olimpo.

El Paganismo, ya en decadencia, envolvía a la tierra en sus últimas consecuencias, entregándola a los brazos del Imperio Romano. El Júpiter antiguo, llegó a su más espléndido papado en el Júpiter capitolino, el Dios de Roma.

Roma recogió los despojos de las naciones para locupletar a la nación, el espíritu de las razas para regenerar la casta; reunía las mutilaciones del Dios uno, esparcidas con los diversos cultos, para completar el monstruoso mosaico de una divinidad suprema en su Panteón. Júpiter fue Roma, Roma el emperador y el emperador fue el Dios. Y en el Emperador la ley y lo divino fue, no la idea, no la imagen, no un símbolo, sino la pasión, el elemento brutal de la naturaleza. En esta inversión de la justicia y del progreso que consiste en universalizar el poder y el espíritu, y no encarnar en uno solo el espíritu y el poder, la humanidad presenció el espectáculo panteístico y católico del ideal imperial divinizando la locura, el apetito, el orgullo, confundiéndolo todo, encarnándolo todo y despotizándolo todo. El panteísmo y el catolicismo precursor se unieron y personificaron en el emperador pontífice.

En ese tiempo del imperio universal, aparece la anunciación de una nueva nación espiritual sin fronteras, de un amor sin límites, de un nuevo templo sin misterios, de una comunicación directa con el ser, de un sacrificio interno del espíritu.

El movimiento emancipador había ido creciendo. La centella de Prometeo iluminó a Platón. Una gota de la sangre del eterno amor produjo a Jesucristo. Era la revelación universal olvidada que volvía a aparecer. El océano inmovilizado del amor fue puesto en vibración por el impulso del corazón de Jesucristo, y desde entonces se extendió sobre la humanidad la ondulación del alma del Eterno: fue la caridad.

La caridad es universal. La consecuencia inmediata de ese sentimiento elevado a principio, es la ley de la igualdad.

La caridad fue una manifestación de la revelación primera fortificando especialmente la parte sentimental del ser humano. Los hombres que cargaron ese divino testamento, a medida que se alejaban del gobierno directo de sí mismos, e históricamente del ejemplo y práctica de la República primitiva y espontánea, limitaban el espíritu de creación, la omnipresencia de la libertad en el hombre y en los pueblos. La libertad es esfuerzo, es combate perpetuo contra la fatalidad y el despotismo; la libertad exige la vigilancia incesante del espíritu, y el hombre procura ahuyentar la responsabilidad divina que le impone. De ahí nace esa tendencia a la abdicación y a legitimar con sofismas esa abdicación. Le es duro gobernarse. Busca la limitación al espíritu de creación. Limitación es Iglesia, es jerarca. Entonces la usurpación de las funciones integrales de la humanidad, es un hecho consumado. El espíritu en descenso tiende a petrificarse. La democracia se convierte en concilios, los concilios en Papado. Enseguida viene la fabricación del sistema de dogmas que garanticen la perpetuidad del despotismo.

La humanidad ha caído. La revelación ha sido un milagro. El revelador ha sido un Dios. La transmisión de la verdad es un privilegio. La infalibilidad de los privilegiados les autoriza para el empleo, el fuego y el hierro. Tal es la coronación de la usurpación universal.

Y el papado, centralizador forzoso, nivelador necesario, centro de la vida, ocupando a Roma, apoderándose de la tradición romana, de la aspiración despótica y unitaria de la tradición de esa tierra, fue el pensamiento, el cerebro humano, la aparición transfigurada del antiguo emperador pontífice.

El papado fue la coronación necesaria del catolicismo. Para dominarlo todo, fue necesario condenarlo todo. La condenación universal se llamó pecado original. La razón, la libertad, la justicia, la gloria y la alegría, todo fue inmolado en aras del Catolicismo. La Teocracia papal se constituyó como la redención necesaria de la humanidad caída. Las condiciones de la redención fueron la obediencia ciega, ``EL CREDO QUIA ABSURDUM''. El pontífice personificó el dogma; soberano fue del espíritu y del cuerpo, de la inteligencia y de los actos, de la religión y de la política. Árbitro del cielo y de la tierra, la humanidad atónita doblaba la cerviz ante la amenaza permanente de un cataclismo del furor divino. Se explotó el pavor tradicional del diluvio, y se suspendió sobre el firmamento un diluvio de fuego eterno en permanencia.

De este modo, la aparición renovada y sublimada de la caridad, dominada por el dogma oriental de las emanaciones, produjo una consecuencia diametralmente opuesta.

Jamás ha habido época más bárbara, más cruel y más sangrienta que aquella en que imperó el Catolicismo, y que es conocida con el nombre de edad media. El cadalso, la hoguera, el tormento, la exterminación de pueblos y de razas, el terror en permanencia, la esclavitud absoluta del hombre, el imperio de todas las maldades, el reino del odio, el espectáculo más envilecido de la humanidad, tal fue ese tiempo que llaman el tiempo de la fe.

No hubo pues emancipación. El mundo pasó de los brazos del Imperio a los brazos de la Iglesia. Aquel tipo de humildad que invocaban se convirtió en el tipo de orgullo. El verbo increado que debía palpitar en todo hombre, se llamó Papa. La caridad universal, la soberanía, los pueblos y sus derechos, las nacionalidades y sus leyes, la ciencia y sus maravillas, el amor y aún la esperanza, todo se sumergió en las entrañas satánicas del gran blasfemador, llamado pontífice romano.

Pero no murió, porque no puede morir el divino testamento. Proscrita la libertad, anatematizada en la esencia, que es la región del pensamiento, siempre tuvo misteriosos peregrinos que la fecundizaban en sí mismo.

El cristianismo se popularizó con el martirio; la filosofía también. El Dios vivo no tenía altares patentes, tenía tan sólo la adoración silenciosa de los fuertes.

La Iglesia Romana en vez de realizar la caridad, realizó el reverso. Consecuencia del adulterio de las encarnaciones, todo principio universal, será instrumento del mal, desde que se falsea su base, desde que se desconoce su horizonte. El sufragio universal aplicado a la existencia del derecho, produce en Francia la coronación del perjurio. No hay encarnaciones del derecho, no hay absorciones del derecho; no hay, ni puede haber derecho de sufragio sobre la existencia de la libertad.

Así fue, que esa Iglesia­Imperio, se interpuso entre Dios y el hombre, entre el pensamiento y la conciencia, para pulverizar su vida, para descomponer su personalidad, dividir lo invisible y penetrar en la impenetrable libertad, que es la mónada­axioma, el microcosmo de la vida. Humilló a la razón, envileció el derecho, abatió el espíritu nacional, que es la atmósfera sagrada de la independencia, el aire vital de las sociedades.

Enemiga de todo lo que se afirma en sí, lo fue de toda autonomía, y prostituyó a la que debe ser vestal inmaculada, la nacionalidad. Devoraba los estados, anarquizaba el mundo para dominarlo; alzaba a los reyes contra los pueblos, a los pueblos contra los reyes, a las naciones contra las naciones, al Occidente contra el Oriente, a la fe contra el pensamiento. Forjó una ciencia católica infalible, y hasta hoy no tiene todavía el pudor de cubrirse ante el desmentido y el escarnio que le arrojan la ciencia, la experiencia y la justicia. No se avergüenza, porque con su infalibilidad ha pretendido ser la providencia de la historia y la consumación de la divinidad en la serie de los siglos.

Hasta hoy podemos oír los ecos de esa blasfemia entronizada.

Desde esa altura gobernó. En esa altura debía vivir tranquila, gozándose en la contemplación de su oprobiosa omnipotencia. Ya consiguió levantar la inmensa fúnebre pirámide, y escribir en ella el epitafio católico: obediencia ciega. Desde esa altura, ése que se llama vicario del Redentor, extiende su bendición sobre la feudalidad, sobre la monarquía, sobre la servidumbre, sobre la esclavitud, porque ``unos son los llamados y pocos los escogidos''. Bendice todas las formas del mal y del dolor, porque hemos nacido condenados, y después de practicar el tormento a nombre del Dios de caridad, consa gra al fin la Inquisición que nos devoraba con las llamas, y al Jesuitismo que nos devora con gusanos.

Potestad infalible, ataba y desataba las nociones del bien y de lo justo. Santificó matanzas en masa, como las de San Bartolomé, los Albigenses, los Valdenses, los Husitas; y el orgullo inconcebible que debe producir la infalibilidad, la convirtió en el receptáculo de todos los vicios y en la exageración práctica de las visiones de todo lo nefando.

El delirio de los emperadores fue sobrepujado, y la antigüedad pagana se enrojecía en sus estatuas. Tribuna del odio, cátedra de la mentira, hasta cuando durarás, tú, que fuiste el pontificado del espanto y el consistorio de los vicios.

Pero volvamos.

El rocío de una mañana de Germania cayó sobre el polvo de la Biblia y nació Lutero. Es el precursor encadenado que arrebata 60 millones de hombres a la Iglesia. Pero la verdadera redención debe ser libre, sin tradición, sin libros. He ahí la filosofía, el espíritu puro, el buen sentido.

Su tiempo se llamó siglo XVIII, Voltaire su representante, Rousseau su tribuno, la revolución francesa su campeón.

II.

El catolicismo fue vencido por la Revolución francesa, mientras ella permaneció fiel a su principio. Se negó el dogma, se aplicaron las consecuencias políticas que resultaban de la filosofía, pero funesto resultado de la educación católica, la nación revolucionaria conservaba el temperamento, el genio del catolicismo. 2 El principio de la infabilidad no hizo sino cambiar de representantes. Se declaró al pueblo soberano infalible, el pueblo fue el Papa, y esta usurpación de la verdad y de derecho produjo los mismos fenómenos que el cristianismo en la marcha retrógrada al catolicismo, es decir, al privilegio, a las encarnaciones, a los ídolos, a la usurpación pontifical, transportada primero a un concilio, la asamblea; después a una curia, el comité; después a un hombre, un Papa, Marat u otro. La idea de las encarnaciones y de la infabilidad creó los ídolos, porque es la idea que más se acomoda con el germen de lacayo que lleva la vieja Europa. Así fue, que la Revolución se convirtió en un cambio sangriento de idolatrías más o menos feroces y teatrales.

Era necesario haber limitado la soberanía del pueblo, dejándole tan sólo su esfera legítima de acción. Se debía haber declarado el derecho de la libertad, dominando a todos los derechos porque es la idea­madre, y así no hubiéramos presenciado esas inconsecuencias, esas luchas inútiles, sacerdotes juramentados, culto de la razón, declaraciones sobre la inmortalidad del alma y el Ser Supremo, la violencia, el odio, el despotismo, la erección de las iglesias en los clubes, la exterminación por opiniones y sospechas.

Era la infalibilidad y su orgullo que reaparecían, no era el derecho de la libertad. Las mayorías y el pueblo limitando su acción al gobierno de sí mismos, sin poder delegar ese derecho, sin poder autorizar la representación indivisible de la soberanía, sin autoridad para votar sobre la libertad, el pensamiento, la religión; sin poder someter al sufragio la República porque es admitir la posibilidad de ser esclavos, el pueblo entonces, sin facultad para darse amos, y viendo su suerte en manos de sí mismo, hubiera persistido en la conservación del derecho, y se hacían imposibles las encarnaciones y los ídolos. En la idea libertad, se debían haber comprendido las manifestaciones y condiciones necesarias de su existencia: la impenetrabilidad del derecho, de la conciencia, la libertad individual garantida contra la Iglesia y contra el Estado, contra las mayorías imbéciles y contra la policía, contra las utopías sociales y contra la miseria. No se debía haber dejado al sufragio sino lo que pertenece al sufragio, es decir, la comparación, la convención, el estudio y el modo de aplicar y desarrollar el derecho, como son las formas de la administración, la organización del crédito, nombramiento de magistrados, etc. Era necesario haber entronizado la educación filosófica y el gobierno de la libertad. De este modo el dogma universal que es la idea libertad, hubiese sido la religión y el culto del porvenir. Pero no. El genio de la infalibilidad, la leyenda de los ídolos, el culto de la impaciencia, la religión de la fuerza, la abdicación cobarde ante el éxito, dominaron al genio de la emancipación. Desde entonces la revolución se precipita a los abismos. Sus caídas son medidas por las estaciones del silogismo del retroceso hasta coronarse en ese Napoleón, que llaman el grande: 1800, 1812.

Napoleón fue el representante del pasado contra la revolución. De ahí viene su fuerza.

Órgano de todos los odios, resumen de todos los desfallecimientos, explotador del nombre de la revolución, plebeyo y no popular, se sirvió de la apariencia democrática del número para suicidar a la revolución. Desde entonces, la Francia deslumbrada y oprimida, perdió toda noción de justicia, y debía ser castigada. La Europa alzada no venció, sino al egoísmo y a la infatuación de la Francia, que cubría sus atentados con el pérfido manto de la gloria de los combates; y por esto venció. Fue fuerza contra fuerza, y siendo más fuerte debía triunfar. No fue fuerza contra una idea. Por un fenómeno sublime, que es un homenaje de los déspotas a la justicia, la Europa invoca las garantías constitucionales.

Toda la fuerza moral que la revolución había despertado, los déspotas la aprovechan, ¡la Francia no tuvo como defenderse! ¿Qué verdad podrá oponer a la invasión? ¿La independencia? ¡Pero esa palabra la repitió la España! ¿A nombre de la República? La Francia había vilipendiado y, además, había destruido las Repúblicas Italianas. ¿A nombre de la libertad? ¡Sarcasmo! ¿A nombre de la justicia, de la inviolabilidad territorial? Hasta hoy se vanagloria la Francia de haber humillado el orgullo nacional de las otras naciones. ¿A nombre de la filosofía? Era despreciada. ¿A nombre de la fraternidad? ¡Los osarios de los pueblos protestaban! Se ve, pues, que la Francia debía ser castigada por haber violado el derecho y traicionado la revolución y las esperanzas que provocó en los pueblos. Este pueblo olvidadizo necesita de una lección permanente que le recuerde la justicia. ``En ese día hemos sido heridos por la mano de Dios''. Waterloo simboliza este castigo (ha dicho Edgar Quinet). Que se reconozca, pues, esa mano. Pero en Francia la vanidad nacional, la infatuación sistemada de casi todos sus escritores, es el principal obstáculo que se opone a su purificación. Hubo un momento en 1848 que anunciaba su regeneración. ¿Cómo han correspondido los franceses a los esplendores de ese día? La Europa sella su venganza con la restauración de los Borbones, una raza de fango (bourbe), enlodada con todas las manchas de la historia. La monarquía, la aristocracia, la Iglesia, se injertaron de nuevo en el tronco mutilado de la Francia.

Admiremos la fuerza de la verdad. La revolución vencida y escarnecida, recibe concesiones que se llamaron, carta constitucional.

Aquí empieza el fenómeno del siglo. El pasado, a pesar de su derecho divino que alegaba, hizo concesiones a la filosofía; y el pensamiento intimidado hizo también concesiones al pasado.

Se creó la química del escepticismo, se formaron combinaciones monstruosas de elementos discordantes. Este nuevo aspecto del espíritu se llamó doctrinarismo, que no es sino un fatalismo tímico, jesuitismo en la filosofía, maquiavelismo en la política.

La filosofía abdicó y sólo conservó al escolasticismo para legitimar los hechos. Formuló la teoría del éxito, llevó la amargura al corazón de toda virtud, y ridiculizó al espíritu humano. El hombre del siglo, vencido por los hechos, agobiado por las contradicciones, hijo del adulterio de todas las ideas y viviendo en una atmósfera de corrupción, escuchando el eco maldecido que producía la caída de la revolución precipitada a los abismos por la conjuración universal de todos los poderes, viendo la traición a la República, al imperio, a la monarquía, enlutado el esplendor del pensamiento, las catedrales reedificadas por ateos, el hombre moderno sintió en su alma la inanimidad del esfuerzo. Un inmenso fastidio se extendió por el firmamento y nació la duda, la enervación, la indolencia.

Despojado de la fe del pasado, sin confianza en el porvenir, sin personalidad, viendo los resultados inutilizados del heroísmo, el hombre de Europa se preguntó: ¿Qué soy? ¿A dónde voy? Y sintiendo al mismo tiempo, la fuerza interna del Creador sin aplicación; la inmensidad del deseo, sin objeto; la ambición, sin un fin; el corazón y la voluntad inutilizados para los actos, elevó al cielo una espantosa poesía, la blasfemia; pero en el fondo era la oración de la duda, una imploración desesperada al Creador, la protesta del germen de la virtud contra la atmósfera de la fatalidad.

Tal ha sido el espíritu que os cobijó, hijos del siglo. Llevaban una herida, algunos desgarraban su corazón en las aras del altar. Byron es el Isaías de la libertad moderna. Nos abre el universo y el corazón del hombre y procura llenar esos dos abismos con sus acentos inmorales. Nacen las sectas, se ostentan todas las locuras, desde la rehabilitación de la carne, hasta la santificación del verdugo. Ahasverus, la humanidad peregrina y maldecida, sin olvidar la Patria, reasume la lamentación del siglo, con la lamentación de la creación y de la historia.

Sólo Dios sabe hasta dónde ha llegado la angustia de sus hijos predilectos. Ellos nos han revelado nuestro corazón destrozado, han pulverizado la duda, agotado el deseo, maldecido nuestra fuerza, enervado nuestra energía. No maldecimos a las almas sinceras, porque han pasado por los limbos precursores de la religión futura, para terminar sus obras en servicio de la libertad: Byron muriendo por la Grecia, Edgar Quinet y Víctor Hugo en el destierro, protestando y enseñando. Gloria a vosotros, porque habéis encarado el soliloquio, porque habéis vencido las horas inexplicables, en el jardín de los olivos de la humanidad moderna.

Época de disolución. La poesía fue la mejor refutación del doctrinarismo, ese consuelo de los que abdican. El pasado rehabilitado pero sin fe en sí mismo cubría con el nombre del catolicismo para vivir tranquilo, su verdadera religión, el egoísmo. Las tinieblas han vuelto sobre el mundo. Es un hecho general la abdicación y servidumbre. El sol se eclipsa y el poeta es el anatomista del siglo.

``Où vas­tu? vers la nuit noire, Où vas­tu? vers le grand jour.

................................................

A quoi hon toutes ces peines''.

(V. H

III.

¡LAMENNAIS! Hay cosas que al momento que se presentan al espíritu recuerdan sus contrarias. Lo injusto proclama lo justo, Hombre sublime, la indiferencia te proclama.

Él ha sentido la gravitación del siglo a los abismos. Discípulo de Cristo, ha visto a lo humano y lo divino, escarnecido en el pretorio de la historia. Sabe que nada hay grande sin religión, es decir sin ideal; que el dogma es el padre fecundador de los principios, y que la creencia es la matriz de las sociedades, y ha visto a la religión no sólo combatida, sino olvidada, y el fondo de la vida comprometido por la estagnación del alma humana, aferrado al egoísmo del sentir, como última áncora de la existencia.

El hombre no piensa, porque no es pensar ver los hechos y legitimarlos por el hecho sólo de que existen, pero ni aun quiere pensar porque pensar es un acto de creación. El hombre no sólo no ama, sino que no quiere amar, porque no es amar gozarse en su egoísmo; no sólo no acciona, sino que desdeña los actos.

``A quoi hon toutes ces peines''.

Olvidadizo del pasado, indiferente al día, incrédulo para con el porvenir, el hombre es una tumba.

``To die... to sleep''.

Y esa duda, esa indiferencia, única unidad y disolvente, forma un centro de atracción en ese caos y organiza la tranquilidad en la injusticia.

La filosofía se envuelve en la vorágine; la moral, la literatura, la opinión, la política, todo rueda y es arrebatado por el torbellino de la disolución.

¿Quién resiste? Sólo tú, América republicana, a quien el océano separa de la Europa, y a quien la independencia del hombre separa del Viejo Mundo. La corriente sumerge a las naciones, y vemos sus restos mutilados arrojados por el naufragio de la libertad, devorados por los piratas coronados, que al desaparecer no claman por un epitafio de venganza y no por el sarcasmo de la cobarde conformidad de los doctrinarios.

``El orden reina en Varsovia'', el cadalso en Italia, la hipocresía en Francia, la explotación en Inglaterra, el sofisma en Alemania, la barbarie en Rusia, los Borbones en los tronos de España, Nápoles y Francia.

Tal fue el desenlace de la debilidad fatigada en el asalto contra el Jehová de la edad media.

Sin palabra, sin iniciativa, sin autoridad, sin Dios, ¡hasta dónde llegaría el cataclismo! Entonces apareciste tú, Maestro amado.

Osaste, y el mundo escuchó. Distinguió tu voz de entre las voces y se dijo: ``he aquí un hombre que habla como teniendo autoridad''.

Obra útil sería el estudio de esas almas, que caen de repente como acólitos divinos desprendidos por el astro de la vida. ¿Cómo es que han podido conservar el fuego sagrado y desarrollar esa centella a despecho de una atmósfera enemiga? ¿Cómo han podido recorrer los abismos del color y las mansiones de la paz soberana, sin perder el equilibrio del buen sentido y el entusiasmo del ideal? ¡Cuánto esfuerzo, cuantas íntimas batallas y terribles llegan a formar esas vidas, que son verdaderas epopeyas de siglos encarnados, en un hombre! Ha habido, sin dudo en esos seres, una hora de belleza como decían los griegos, la revelación primera no olvidada, un monumento feliz de heroísmo y de tormento que ha decidido de sus vidas. Ellos han recibido la visitación, el depósito del germen sagrado, la concepción virginal de la verdad, que más tarde proyectará una Ilíada alrededor de la ciudad doliente, una Odisea buscando el continente anunciado, una leyenda de todas las glorias y dolores trepando al Calvario para fundar una tribuna y lanzar una palabra universal.

Lamennais ha sido uno de esos hombres.

Recordemos los albores de la infancia y encontraremos la huella de esa senda. ¿Qué presentimos, qué afirmamos, qué pedimos? Libertad, gloria, amor; misteriosa comunión de los grandes espectáculos de la naturaleza; océano sombrío e indefinido; cordilleras nevadas colosales, cuyas líneas, masas, perfiles y acumulación de pirámides titánicas, presenta al espíritu las imágenes incorruptibles del heroísmo salvaje; y tú, cielo de la Patria, bóveda del templo de la independencia indómita del Auca, todo eso nos hace vagar despiertos en un sueño divino, como sonámbulos sublimes, sin ver los precipicios. Nos engolfamos en el océano del Ser, sin temor de perder nuestra personalidad, y quisiéramos llenar la inmensidad con la palpitación del yo. No hay tiempo, no tenemos memoria, no nos ha presentado su faz la eternidad. La inmortalidad viviente nos hace a la muerte incomprensible. Nuestra vida es un presente que rebosa de un presentimiento de esplendor creciente e inagotable. Un soplo divino nos impulsa, y a él nos entregamos con confianza magnífica e inocente. No hay mal, no lo conocemos, y pedimos tan sólo un acrecentamiento incesante de nuestro ser, una acción perpetua, infatigable y creadora. No hay miedo, es nuestra alma una epopeya fantástica que conmueve continentes, quizás el despertamiento de la revelación eterna. Vivimos en una iluminación continuada, iluminando los objetos. En los valles de mi Patria, asentado al pie de esa escala de los cielos que se llaman los Andes, ¡cuántas veces no he contemplado ese cielo azul, profundo, centelleante y transparente como el seno de Dios, desfilando sus legiones luminosas por sobre tus cimas refulgentes, que me hacían que vivía en el corazón de la inmensidad, habitar los cielos, sentir el paraíso, y respirar el éter inmortal! ¡Cuántas veces el horizonte rojo del poniente, no ha recibido las primicias del primer deseo y las confidencias de un alma preguntando por el secreto de la vida! Sois vosotros, momentos infantiles, que jamás olvido, el himno del dogma, el soliloquio de la libertad enregimentando los días futuros.

Yo me acuerdo. Todo era uno. Patria era sinónimo de soberanía inviolable; gloria era lo mismo que libertad perpetua; y la libertad era el ideal, el móvil, el motivo, el fin de las acciones invisibles que hervían en el alma por precipitarse en el espacio.

Y si esto ha pasado en uno de la plebe del género humano, qué no habrá pasado en los héroes como Sócrates y Jesucristo, y también en ti, ¡oh Lamennais! La idea de Dios dominó su inteligencia, la veneración sus afecciones. Es por esto que ha sido la más bella aparición en nuestro siglo, del más elevado sentimiento, que es la veneración.

IV.

Hemos visto cual fue el momento moral e histórico en que apareció Lamennais.

Toda época de disolución exige una manifestación suprema y necesaria de la moralidad.

Durante el imperio romano esa manifestación se llamó estoicismo: en los primeros tiempos del cristianismo esa necesidad se exageró y se llamó ascetismo; en tiempo de la feudalidad, caballería, la protección individual al débil, a la mujer, al huérfano, al anciano; en el siglo XVIII esa moralidad se llamó filosofía, porque ante todo era necesario independizar el pensamiento.

Después de renegada la República, al frente de la Santa Alianza, que fue la satánica alianza de los déspotas, cuando la filosofía se hizo sierva de los hechos y abdicó su espíritu de creación en el eclecticismo, la política en el doctrinarismo, la moral en el jesuitismo, el arte en el culto de lo extravagante y de lo feo; cuando todo fue duda o sofisma, separación de la conducta y de las palabras, contradicción entre el pensamiento y las acciones.

Cuando la poesía fue el canto de las tinieblas o una repercusión del estrépito de las pasiones desencadenadas; cuando la fatalidad vencedora arrastraba a Dios, a la patria y a la libertad, entonces la manifestación de la moralidad apareció personificada en Lamennais, y yo la llamo preferencia, es decir, distinción, separación, actividad y creación del bien por la libertad del hombre iluminada por Dios, e impulsada por el amor a la justicia. Su alma había sido el refugio de la eterna preferencia, el santuario de lo bello, de lo justo, de lo universal.

Fue autoridad.

Quinet y Michelet, maestros y amigos queridos, elevaron sus voces para despertar el espíritu y combatir al enemigo que aún envenena a la Francia. Ellos enseñaban la justicia, ellos paseaban el estandarte del derecho al través de todos los sofismas de la historia, invocaban por la nueva educación, destronaban los ídolos y sobre todo el ídolo de la Francia, la leyenda de la fuerza, el culto de la impaciencia. Ellos profetizaban el renacimiento del cáncer crónico que corroe a esta nación, el despotismo disfrazado con la gloria, la abdicación de la individualidad ante todo lo que se presenta como unidad, monarquía, centralización, socialismo; dictadura bajo todas sus formas.

Pero en aquellos años anteriores, Lamennais fue la palabra. El mundo escuchó. Todas las protestas se inclinaron, desde los sabios hasta la Iglesia Romana, desde los pueblos hasta los reyes. ¿De dónde viene esa palabra? se dijeron.

Hubo una sorpresa deseada. Las autoridades sintieron una autoridad superior. La soberanía del pueblo volvió a columbrar su porvenir, la inteligencia una fe, el corazón una esperanza, la voluntad la infusión de la fuerza. Hubo como una respiración celeste que alivió el pecho oprimido de las gentes. El siglo se levantó para interrogar a este hombre.

Los que temían perder se prepararon para combatirlo. Los que buscaban seguridad procuraban atraerlo. Temblaron las Iglesias y también todo vicio y despotismo. Ocupó como Voltaire la tribuna de su tiempo.

Voltaire fue el guerrillero omnipresente que la libertad desprendió sobre la sociedad antigua. Su punto de partida fue instintivo y también universal, el sentido común. Combatió sobre todo, bajo todas formas, con todas armas.

Minaba y derribaba. Preparaba el desierto de Moisés para la peregrinación de la raza del espíritu. Intrépido atravesó el mar Rojo, y también recibió el pan del cielo que multiplicaba su palabra para alimentar a su siglo. Desapareció columbrando la tierra prometida, pero las tablas de la ley quedaron en blanco, esperando al rayo convencional para que inscribiese sus preceptos.

Lamennais no se dispersa, no se transforma, es la concentración de la fuerza en el combate. Su marcha participa de la monotonía del océano. Ha visto el punto capital del ataque, ha sentido el momento divino y decisivo, y ha llamado, ha aglomerado en masa todos sus recursos, a la ciencia con todas sus ramificaciones, a la historia de todos los pueblos, a la religión de todas las razas, a la razón, a la experiencia, al sentimiento, para asaltar la posición central del enemigo, que es la indiferencia.

No sólo se apoya en el indestructible pensamiento del individuo, sino en la innegable afirmación de la universalidad, en aquello que es común y fundamental a toda inteligencia, y bajo este aspecto ha sido, a pesar de la diferencia de forma, el universalizador del pienso, luego soy, de Descartes.

La idea universal, común a todos los tiempos y lugares; atestiguada por la afirmación universal, y corroborada por la historia de todas las creencias, tal ha sido su punto de partida.

Esa idea es la del Ser, identificada con la personalidad divina, Descartes al decir Soy afirmó al Ser, pero no vio sino al sujeto. Olvidando al Ser infinito, en quien el ser finito se afirmaba.

Desde esa posición desafía toda duda, y en esa base puede levantar el edificio de todas las creencias secundarias. No divide al enemigo; al contrario, la fortifica, lo organiza si se dispersa, le revela toda la fuerza que contiene, y le señala todos los elementos de que puede disponer, porque no se trata de vencer por astucia o por sorpresa, sino en virtud de la fuerza irresistible de un principio.

Analiza el argumento fundamental del enemigo, penetra en su corazón, en su intención oculta o manifiesta, y una vez la bandera desplegada, asesta el golpe. A todos responde, adivina la contestación posible, habla a todos en su idioma. Al ateo obliga a confesar que niega el Ser; al materialista que no puede probar la existencia de la materia, y al epicúreo que tantas formas reviste, le dice que sólo ``prepara un festín para gusanos.'' Tal fue su primer y gran combate. Leonidas indómito en las fronteras de la eterna patria, he pedido un sepulcro anónimo como el del pueblo. Sin pensarlo ha tenido la suerte de aquellos guías misteriosos de naciones cuyos sepulcros han desaparecido: Moisés, en la montaña, Rómulo en la tempestad, Atila bajo un río, y tú en la fosa común, en las entrañas universales de la humanidad doliente. 3 Aquellos que fatigados y desencantados se abandonan, cualesquiera que hayan sido sus creencias, lean, y sentirán revivir el germen de la vida.

Venid a mí, puede repetir ese libro, vosotros los hambrientos de justicia, los que habéis perdido la insignia guiadora; vosotros que, olvidando la libertad, os sometéis a la fatalidad de vuestro egoísmo, al oprobio de la tiranía y os dais vueltas desesperados entre los recuerdos de la virtud perdida y los placeres sin mañana, que no alcanzan a adormecer el testamento de nuestro origen; venid y os consolaré.

Vosotros que habiendo perdido la inmortalidad por la muerte de vuestro espíritu de creación, os encamináis al sepulcro como a la última esperanza, venid, y os mostraré la muerte vencida, el sepulcro demolido y la transfiguración en la montaña.

Y tú, que has llegado a ambicionar la nada, te estrellarás despechado en el seno de la existencia viva.

``El siglo más enfermo no es el que se apasiona del error, sino el que descuida, el que desdeña la verdad. Aún hay fuerza y, por consiguiente, esperanza, donde se ven arranques violentos: pero cuando se apaga todo movimiento, cuando no hay pulso, cuando el frío ha llegado al corazón, ¿qué esperar entonces, sino una próxima e inevitable disolución?''.

(Lamennais.) Antes de pasar al fundamento del ensayo, el autor encara a la indiferencia. Es claro que no puede haber indiferencia, sino en ausencia de creencia.

Uno puede ser indiferente por convicción o por pereza.

Al indiferente de convicción preguntaría, ¿cuál es la idea que lo aísla, que lo separa de sus deberes, y que mata su acción? Si se profesa la indiferencia por convicción, es porque se cree que esa idea es la mejor. Luego, al ser indiferente, ha habido preferencia, porque se ha elegido.

Ahora, ¿qué es lo que puede motivar esa preferencia dada a la indiferencia? Si se cree mejor la indiferencia, ha habido la aplicación de la idea de superioridad o de bondad. Y yo pregunto, ¿es preferible la doctrina que todo lo acepta o lo niega, sea el bien, sea el mal, lo justo, lo injusto, lo bello y lo feo? ¿Hay superioridad en someterse a todo régimen, en doblar la cerviz, abdicar el derecho, sea a un Papa, a un emperador, a un bandido? Ser indiferente por pereza, es confesar una falta. Nada tenemos que decir al indiferente de mala fe.

Pero la indiferencia es una máscara. Su verdadero nombre es egoísmo.

Dudando o habiendo abatido al espíritu, no queriendo luchar contra la fatalidad o el crimen triunfante, nos abandonamos al sentir, y sólo creemos en la sensación. Ésta es la última consecuencia de todo sistema de indiferencia.

La cobardía para luchar viene enseguida a dar el aspecto de doctrina, a lo que en el fondo no es sino una abdicación.

No demos autoridad a la indolencia, ni pretendamos justificar el cansancio, o las decepciones de algunos momentos de la vida. Ese dolor interno, ese abismo de todo amor que llevamos en nosotros y que no llenan ninguna cosa mortal, es revelación de la grandeza del destino del hombre que aspira a colmarse de lo divino. El inmenso dolor es incompatible con un ser miserable.


I ­ II.

La base del libro es el consentimiento universal, identificado con la razón universal, con la fe universal del género humano, no en tal lugar o tal tiempo, sino con lo que ha creído siempre, en todo tiempo y lugar.

Desde esa altura puede dominar a los sistemas, y presentar un frente inexpugnable a todo ataque.

No se diga que excluye a la razón, porque justamente es la razón universal su fundamento.

La prueba, fue el susto de Roma y las aplicaciones posteriores.

Asentado el criterio, Lamennais analiza y restituye las creencias fundamentales: Dios, la creación, la libertad, la inmortalidad, el deber y el derecho, las penas y recompensas, la necesidad de una religión, de un culto.

Enseguida pasa a demostrar que todo eso se encuentra en la religión que se llama revelada.

Se ve, pues, que la razón justifica (según el autor) a la revelación. Pero al elevar la razón como autoridad de autoridades, atacó en su base la doctrina de la fe.

Permaneció lógico en la primera parte de su obra, al asentar la razón universal como punto de partida, pero no es aplicar todos los caracteres de la racionalidad a la doctrina católica, porque el catolicismo niega a la razón como autoridad, y además no es racional, ni libre, ni justo en sus dogmas, ni en las aplicaciones del dogma. Ha sucedido lo mismo que si Newton, apoyado en su sistema de atracción universal, hubiese aplicado ese sistema para decir que la Tierra es el centro del sistema planetario. Habría tenido razón en la primera parte, pero no en la segunda.

Igual cosa con Lamennais. La razón universal es el sistema del mundo de las inteligencias, pero el catolicismo no es ese centro. Todas las religiones que se llaman reveladas no son sino satélites o fragmentos planetarios que descomponen la luz de la razón y que giran en órbitas más o menos concéntricas alrededor del Sol eterno.

No cambió el fundamento, el pedestal es inamovible, pero no coronó la obra según el genio de la base. La prueba fue que la Iglesia se alarmó desde la aparición del libro, que la arrebataba en un océano de luz a donde no podía aventurarse sin dejar en Roma las anclas del exclusivismo. Esa alma limitada, no pudiendo comprender la universalidad de la razón invocada, se aferró más y más en el absurdo.

Abandonó a Copérnico, condenó a Galileo por seguir la rutina de Ptolomeo. Del mismo modo, más tarde, condenó a Lamennais para seguir a Ignacio de Loyola.


I ­ III.

EL CRITERIO.

He aquí el modo como establece el criterio.

La razón humana deriva de una razón superior, eterna, inmutable. Si la verdad existe, ha existido necesariamente siempre, y siempre la misma.

Toda razón creada es participación de la razón primera.

Negar el testimonio general, preferir la razón particular, es el carácter de la locura.

Es necesario no olvidar que se trata de las verdades necesarias.

No hay verdades independientes de la razón. Las verdades llamadas de sentimiento suponen una idea preexistente.

No se diga que proscribe a la razón individual. Insiste sobre su debilidad, para probar la fuerza de la razón general. De donde se deduce que la razón individual ``tiene una regla segura, para apreciar sus propios pensamientos, y que no se extravía, sino cuando el orgullo la induce a desconocer o a violar esta regla. Así, dice Lamennais, lejos de destruir la razón, la asentamos, al contrario, en una base incontrolable''. (Ensayo sobre la indiferencia) Se ha argüido en contra, enumerando los errores que han sido venerados por la humanidad.

Yo respondo. Esos errores no han sido universales. Y aún suponiendo que hubiese habido, jamás ha habido creencia universal que haya negado las verdades fundamentales.

Ha habido falsas concepciones de Dios, del universo, del hombre y su destino, pero jamás ha habido negación universal de Dios, de la libertad, del porvenir, del deber y del derecho.

Por otra parte, esas falsas concepciones, han sido emanaciones de la razón individual, de los reveladores o sacerdocios, que han impuesto sus imposturas a la inteligencia del vulgo.

Ha sido por el contrario la verdad, lo universal, lo que ha sido oscurecido, alterado por las pasiones dominadoras de las castas. Pero no olvidemos que en todo tiempo y en todo pueblo, la base fundamental no ha podido ser arrancada de la inteligencia universal. Y Lamennais agrega: ``probaremos que todo lo que había de general en el paganismo era verdadero''. ¡Qué mayor prueba! Se ve también en esta atrevida afirmación --que le arranca la lógica--, el espanto de la Iglesia, que creía ella sola ser la reveladora o poseedora de la verdad.

Se ha citado en contra del criterio aquella creencia general de que el Sol daba vuelta alrededor de la tierra. Pero repetimos, esa creencia sensible, esa opinión general, esa afirmación de los sentidos, nada tiene que ver con la cuestión que nos ocupa. Se trata de la creencia sobre lo fundamental, ontológico y racional; no sobre los fenómenos, no sobre las percepciones sensibles. ``Hay dos cosas en esta creencia, el puro fenómeno, o el movimiento aparente del Sol alrededor de la Tierra, y la explicación del fenómeno que, no estando al alcance sino de muy pocos hombres, no se apoya sino sobre la razón particular''. (Ensayo sobre la Indiferencia).

Es claro que todos los hombres afirmando que ven al Sol dar esa vuelta, afirman lo que ven y afirman la verdad. Sucede lo mismo, cuando decimos, que vemos un círculo de fuego, al hacer girar un carbón encendido. Vemos el círculo de fuego, pero no hay tal círculo, porque el carbón encendido no puede estar al mismo tiempo en todos los puntos de la circunferencia que describe el movimiento giratorio de nuestro brazo. La explicación del fenómeno consiste en la duración de la impresión óptica que une las diferentes impresiones y nos hace ver un círculo.

En uno y otro caso no hacemos sino afirmar una sensación. La sensación es lo más individual y transitorio, lo más particular. Todo hombre rectifica por sí mismo el engaño de los sentidos, todo hombre educa a la vista con el tacto y con la razón. La sensación nos da los dogmas. La razón, o la visión de lo que es necesario, la concepción de las ideas necesarias, como por ejemplo, no hay efecto sin causa, eso es lo universal, el fondo inmutable del pensamiento, y sólo a esa esfera de ideas se aplica el criterio de que hablamos.

Recibo una sensación, sé que hay un cuerpo, la razón al momento establece la categoría del espacio, sin la cual los cuerpos no se podrían concebir. Destrúyanse los cuerpos, su desaparición es posible, pero no puede desaparecer la noción y la existencia del espacio.

Lo mismo sucede respecto al criterio o a la regla que se establece para confirmar o corroborar una verdad. Los sentidos, las ciencias afirman hechos y verdades locales, accidentales, como en tal clima hay tal planta, tal animal, tal fenómeno. Pero la idea del Ser, la razón, la causalidad, forman la visión constitutiva del pensamiento, en todo tiempo y lugar.

Queremos indicar solamente el pensamiento fundamental de la obra.

Después de tratar de la certidumbre, pasa a establecer las verdades que forman la religión universal y empieza por el Ser. Establecidos los caracteres de esa verdad sublime, el autor los incorpora, si así se puede hablar, en Dios.

No conozco trozo igual de profundidad y de belleza.

``Toda existencia dimana del Ser eterno, infinito; y la creación entera, con sus soles y sus mundos, cada uno de los cuales encierra en si miríadas de mundos, no es sino la aureola del gran Ser. Fuente fecunda de las realidades, todo sale de Él y vuelve a Él; y mientras que exteriorizadas para atestiguar su poder y para celebrar su gloria en todos los puntos del espacio y del tiempo, sus innumerables criaturas, después de cumplida su misión, vuelven a colocar a sus pies la porción de ser que les tocó y que su justicia vuelve a muchas de ellas o como recompensa o castigo, Él, solo, inmóvil, en medio de este vasto flujo y reflujo de la existencia, única razón de su ser y de todos los seres, es para sí mismo, su principio, su fin, su felicidad. Buscar algo fuera de él, es explorar la nada. Nada se produce, nada subsiste sino por su voluntad, por una participación continua de su ser. Lo que él crea lo saca de sí mismo; y conservar para Él, es comunicarse aún. Realiza exteriormente la extensión que concibe, y he ahí el universo. Anima, si así puede decirse, algunos de sus pensamientos, les da la conciencia de sí mismo, y he ahí las inteligencias. Unidas a su autor, viven de su sustancia, alimentándose de su verdad, que es su alimento necesario. Aún cuando lo ignoren o lo nieguen, sacan aún de su seno, como la planta ciega del seno de la tierra, la savia que las vivifica. Débiles mortales, que ahora poco desesperábamos de la luz, repitámoslo pues, con una alegría llena de confianza y de amor: Hay un Dios. Las tinieblas huyen ante ese nombre, cae el velo que cubría nuestro espíritu, y el hombre de quien huía la verdad y aún su ser mismo sin que pudiese retenerlo, renace deliciosamente ante el aspecto de El que Es, y por quien todo es''.

Muchos años después de separado de la Iglesia, decía sobre Dios estas palabras sacramentales como la verdad, e intensas, como el infinito de los cielos: ``Existe, pero no como las criaturas; para él no hay tiempo; ni espacio, ni movimiento.

Infinito en su unidad, le es incompatible todo límite, todo cambio, toda sucesión. Es, he ahí su duración; es en sí mismo, he ahí su lugar, y en ese lugar inmutable que ninguna extensión puede medir, está en todas partes y en todas partes completo, produciéndose por su poder, conociéndose con su pensamiento, vivificándose con su amor. Eterno, inmenso, omnipotente, no tiene sino un solo modo de ser, que nuestra débil inteligencia descompone para mejor concebirlo, comparándolo a los modos de ser de la criatura; y este modo divino es el Infinito''.

Cuantas veces al leer o citar a Lamennais, hubiéramos querido arrojar la pluma para siempre. Pero no es el amor propio el que nos impedirá procurar ser útiles. La intención dignifica el esfuerzo de los que son pequeños.

Viene después la exposición de todas las pruebas que concurren a corroborar la existencia de Dios: pruebas físicas, matemáticas y metafísicas. Se muestra su sinrazón completa al ateismo. ``El ateo odiará al autor de la vida y a la vida misma. Ciego y cobarde hasta lisonjearse de vencer sus destinos inmortales, se le verá aislándose de todo lo que es, trabajar ardientemente en las tinieblas para cavarse un sepulcro eterno''... ``Quitad a Dios del Universo, y el Universo no es sino una gran ilusión, un sueño inmenso y como una vaga manifestación de una duda infinita''.


I ­ IV.

APLICACIÓN . DEL CRITERIO . O CONSENTIMIENTO . UNIVERSAL.

El consentimiento universal o la razón general es, pues, la regla de la razón individual.

Esa regla o criterio aceptado, es la autoridad verdadera, o la única Iglesia verdadera en la libre comunión de los espíritus.

El primer acto del hombre es un acto de fe.

Cree en sí mismo, cree en el Ser, por medio de la revelación del pensamiento del Ser. El Ser es idéntico en todo hombre, por consiguiente la fe es idéntica en su principio, es universal, es la misma creencia. La fe primera se identifica con la autoridad fundamental, que es el consentimiento.

Demostrados los primeros elementos del consentimiento y las condiciones del Ser en cuanto a su esencia, al destino y a la moralidad humana, el autor pasa enseguida a confirmar su principio con el criterio mismo establecido, recorriendo la tradición dogmática del género humano.

``Lo que había sido creído siempre, en todas partes y por todos, tal era pues antes de Jesucristo, la verdadera religión. Si se exceptúa el mahometismo, del que hablaremos en el artículo de las sectas cristianas, todas las falsas religiones no han sido y no son aún, sino cultos idolátricos fundados sobre creencias verdaderas, pero que las pasiones han corrompido más o menos''.

Es aquí donde el autor apela a su profunda erudición teológica de la humanidad entera, revisando, analizando y juzgando los dogmas, los cultos, los sistemas de moral de todos los pueblos de la tierra; y de ese torbellino de creencias, de ese congreso universal de todas las divinidades hace prorrumpir un solo voto, una palabra, una misma adoración por el Ser Supremo, la justicia y la inmortalidad.

Jovis omnia plena.

La idolatría no es la negación de Dios, pero la transportación de la adoración que se le debe, a la criatura. El hombre esclavizado por sus pasiones, materializa al Ser y por consiguiente, la moral y el culto.

En la prueba de los hechos invocados para atestiguar el consentimiento universal, se ve a Lamennais exponer la sabiduría antigua y las creencias idolátricas de los pueblos. La India, la Persia, la China, el Egipto, la Grecia, las religiones de los pueblos bárbaros o salvajes de Europa, África y América, con sus filósofos, sacerdotes, magos, bardos, historiadores con sus libros, la filosofía y poesía, todo se presenta deletreando la sílaba eterna del que Es.

Las creencias de los espíritus ángeles, genios, semidioses; la transformación, la metempsicosis, transmigración, transustanciación, encarnación; los limbos, comuniones, sacrificios, las apoteosis, la serie de divinidades, las revelaciones locales; las ideas sobre el destino, la felicidad, las profecías, los paraísos e infiernos; la caída y testamentos; la mediación, la redención, la expiación y purificación, todo se clasifica, todo se ordena en su verdadera significación, y se concentra para producir la fuerza irresistible de la verdad.

Y esa creencia se desprende clara y majestuosamente comprendiendo todos los elementos constitutivos de la verdad, que es la verdadera religión, la primitiva revelación que se desarrolla con la ciencia y que abraza las ideas de un Dios, personalidad infinita, creador, juez y padre de las criaturas; la libertad, y en ella el derecho y el deber base de las sociedades; la responsabilidad, la fraternidad de los seres; la distinción de lo justo y de lo injusto; la inmortalidad; las penas y recompensas, y la progresión indefinida de la creación en el seno de la ley, convergiendo al Ser eterno, como fin definitivo de todo lo creado.

Después de terminado ese trabajo y de probar que la idolatría, sometiendo al hombre a los sentidos, fijando su espíritu en los objetos materiales, detiene el desarrollo de la inteligencia; después de haber demostrado que ``todo lo que hay de universal en la idolatría es verdadero, y fundado en una tradición que remonta al origen del género humano...; que en lo que tiene de falso carece y ha carecido siempre de los caracteres esenciales de la verdadera religión, de unidad, de universidad, de perpetuidad, de santidad'', el autor pasa a reconocer esos caracteres en la religión que se llama revelada.

II.

Ésta es la segunda parte, la aplicación del criterio. Es aquí donde el autor erró. No pudo probar que los dogmas católicos, la caída, el pecado original, la gracia, la ciudad de los escogidos y la ciudad de los eternamente condenados, reunían los caracteres universales del criterio, es decir el consentimiento universal.

Los milagros, o la violación de las leyes divinas, la encarnación, el ``deicidio'', la constitución de una iglesia infalible que usurpa y esclaviza el pensamiento del hombre y sus acciones; una teocracia con soberanía absoluta sobre el alma y sobre el cuerpo; la confesión, la dominación de la conciencia del hombre, la enseñanza de la obediencia pasiva, el terror desde la cuna, y todo lo que forma el catolicismo, jamás ha reunido los caracteres universales de perpetuidad, justicia y santidad. La doctrina del sometimiento absoluto jamás ha sido la moralidad universal. El triunfo del catolicismo ha sido la muerte de la soberanía, de la razón, del amor, de la alegría, la muerte de las nacionalidades, la enemiga de la ciencia, la crueldad en los códigos, el martirio de los filósofos, el espanto de las generaciones. El catolicismo es el terror, la idolatría del miedo, la venganza del caído sobre el espíritu libre. Sin el protestantismo y la Revolución Francesa hubiese sido el cataclismo del bien sobre la Tierra. Ahí están los hechos, las consecuencias, las doctrinas. Doquier el yugo, la disolución de la vida, el dominio de la casta, el entronizamiento de la teocracia sobre la sangre de los pueblos y con bayonetas extranjeras.

Lamennais había creído hacer revivir la antigua fe. Había pensado que la Iglesia podía encabezar la regeneración del género humano, volviendo a la pureza primitiva, fortificada por la organización de la fuerza de la teocracia romana y por la autoridad de que aún gozaba.

La salvación del mundo dependía, según él, de la revivificación del catolicismo, que abatiese la tiranía de los reyes, que ensanchase el alma humana para abolir la miseria y le diese la fuerza de las creencias. Se dedicó a la obra con todo esfuerzo, se sirvió de la prensa, publicaciones, diarios, organizó una falange de escritores y se hizo sentir un soplo de virilidad. ¿Qué hacía la teocracia? ¿Abrió sus brazos, protegió al escritor, bendijo la obra? Lo contrario sucedió.

Lamennais pedía la separación del Estado y de la Iglesia, el abandono de las rentas. Confiaba en la fe; pero la Iglesia no se engañó. Conocía su debilidad y condenó al escritor. ¿Separarse del Estado? Pero era perder la fuerza, era separarse de la alianza de los reyes. ¿Abandonar la renta? ¡Gran Dios! Era desarmarse, era abandonar el sibaritismo. Aceptar el consentimiento universal, era abdicar la revelación, someter la fe a la razón, autorizar la democracia, trastornar el eje del mundo, hacer girar el planeta al rededor de la libertad y arrebatarlo a la atracción de la infalibilidad de Roma. La Iglesia vio claro y Lamennais fue desaprobado. Desde entonces un dilema se presenta: o Lamennais abandonaba las bases de su obra, o abandonaba la iglesia. O se separaba del consentimiento universal, o se separaba de la infalibilidad papal. ¿Qué debía suceder? Lamennais fue lógico. Perseveró en su principio y vio la incompatibilidad que había entre la razón universal y la creencia católica, entre el pensamiento libre y la fe, entre los pueblos y los reyes, entre la filosofía y la iglesia, entre la libertad y el catolicismo, entre las nacionalidades y el pontífice.

He aquí el segundo momento de la vida de Lamennais, la hora terrible del pensador y del hombre.

Momento es ése que decide muchas veces del destino de los pueblos, porque los pueblos siguen el desarrollo de la idea, y la idea a veces vive sólo en un hombre, que sufre todos los tormentos de la incubación divina.

Lamennais ha personificado a su siglo, ha representado la historia moderna. El dualismo de la civilización se encarnó en su persona.

Todas las crisis, todos los dolores, todas las tempestades del pensamiento social, se desencadenaron en su ser, en el terrible soliloquio, imagen del cataclismo creador. ¡Heredero del pasado, llevando vivo el recuerdo de la revelación primera, la luz con que todo hombre viene a este mundo! Y sintiendo todo ese pasado a quien ha servido, desquiciarse en su razón, ¡gran Dios! Momento de los héroes, ampara a tus hijos. El filósofo asiste, participa, siente en él el choque de las virtudes celestiales que amenazan sumergirse en los abismos de la duda. Bajel perdido en el océano enfurecido, el horizonte amenazante, la brújula vacila, el velamen es arrebatado en trozos por los vientos, los marineros dudando se sumergen, y el rayo, como lenguaje de la ira de lo alto, llena de terror al espíritu altivo que osó afrontar el secreto de la inmensidad, por buscar su continente escondido en el seno del eterno. Pero él, abandonando el antiguo bajel impotente, afirmó su planta en el océano, y no se sumergió. Volvió y apareció transfigurado, crisálida histórica del mundo nuevo con las palabras de un creyente, aureola victoriosa, conquistada por la incontrastable fe de la razón. Aquí fue el furor y el espanto de la Iglesia.

Descargó el anatema. Tanto mejor. Lamennais probó su corazón. Pero lo que jamás perdonará la iglesia fue que volviese de la peregrinación infernal con la fe viva, inmutable, con un poder de vivificación muy superior al que antes tenía, con una palabra más elevada, con la explicación lógica del fundamento del ensayo sobre la indiferencia, con la razón pura, con la verdadera caridad que consiste en dar la dignidad a todo ser humano, con la fortificación de la soberanía, del gobierno de sí mismo, en una palabra, con la transmisión de la libertad. Jamás, perdonará la Iglesia que le prueben con hechos que hay una fe más ardiente fuera de ella, que se cree en Dios sin ella, que hay virtud sin ella, heroísmo y santidad lejos de ella. Jamás perdonará la Iglesia que le prueben la explotación que ejerce, y que el mundo y las generaciones pueden guiarse por sí mismos y sin ella, hacia el verdadero fin de la humanidad, que es la plenitud de la libertad en todo hombre y todo pueblo.

He ahí, pues, el segundo momento de Lamennais, hijo del primero, pero superior al primero por el combate interno y externo de dos mundos que se chocaron en su mente.

Desde entonces empezó su carrera verdaderamente filosófica.

Si cuando se creía católico, despertó al mundo de la indiferencia, cuando apareció filósofo, asombró a su siglo. Pocos hombres o ninguno, pueden aparecer gigantes en dos momentos opuestos de su vida. Lamennais fue el último Sacerdote Romano, que lógicamente se suicidó; y como filósofo, me atrevo a decir que fue la más grande palabra creyente de la libertad, que estallaba como religión sobre la Europa.

El consentimiento universal de la razón universal, conduce lógicamente al gobierno de todos, a la República. He ahí la nueva política.

Sus trabajos se reducen en esta esfera, a combatir las formas políticas de la Vieja Europa.

Ataca a las aristocracias, a todo privilegio, a los reyes y pontífices. Es el momento nacional y patriótico de Lamennais, que tiene que sufrir la persecución política.

La razón universal necesita una filosofía y entonces nace esa obra monumental llamada la Esquisse d'une philosophie, en que partiendo del Ser infinito personal y creador, atravesando todas las esferas y estaciones de la creación encadenada o desarrollándose para representar al Ser divino, cada vez más perfectamente fuera de sí mismo, llega como coronación de la marcha de la creación a la presencia de los espíritus libres, imágenes limitadas de la personalidad divina, que se encadenan con personalidades superiores en los mundos ontológicos, siendo la ley de las personalidades, el derecho y el deber, cuyo vínculo es el amor.

Establece después las leyes de toda sociedad, emanadas del espíritu del Ser y de la creación que se reasumen en la libertad, en el amor, en la perfección.

No podemos, ni es nuestro objeto exponer la filosofía y los trabajos secundarios de Lamennais. Hemos querido tan sólo, presentar el momento histórico y la encarnación del dualismo de la civilización moderna, en ese hombre, reconocido como el primer escritor, vida intachable, inocencia de niño, energía sin igual, sencillez del inocente, cooperador de la gran emancipación, teatro de todas las tempestades del alma humana, héroe interno y misterioso, ciudadano activo, diarista, panfletario, representante del pueblo, filósofo, que ha presentado la síntesis más bella de las ciencias, e incontrastable ante los hechos.

Y ese hombre no desfalleció ante la ignominia de la Patria. Pisando los umbrales de la eternidad, tomó a Dante para despedirse del mundo con la convicción enérgica, protestando el bien, justificando y desarrollando su obra.

III. INTRODUCCIÓN . AL DANTE.

En este trabajo, Lamennais, se muestra el hombre más puro al servicio de la libertad.

Jamás anciano, llegando al término de una larga vida de tempestades y combates, en medio del triunfo del mal y de la aparente ruina de todas las esperanzas, se ha presentado con más tranquilidad, más fe y más ciencia, exponiendo la base fundamental de los errores de la historia moderna, y la teoría mas lógica, más pura y más elevada de la libertad, como base y organización de las sociedades futuras.

Jamás, él mismo, a nuestro juicio, no se había elevado a más altura. Parece en esos últimos años haber vivido en las alturas del éter transparente y arrojando a la historia una sentencia irrefragable, presenta desde el pedestal del cielo el testamento, y un desdén sublime al mayor atentado del siglo: ``Si el género humano en la vía sagrada que recorre encuentra obstáculos y el genio del mal se presenta para rechazar al seno de las miserias y tinieblas del pasado, ¿qué importa?''.

¿No creéis oír a Galileo repitiendo e per si muove? ¿No creéis ver a la justicia preparando su mano para descargar el golpe sobre el crimen? Desafío a los imperios y teocracias, ese qué importa de Lamennais al borde de la tumba, y después del 2 de diciembre, me parece envolver el crujir de dientes de los azotes de la humanidad.

Se abre la introducción combatiendo las teorías e historias modernas sobre el estado social en la época de la caída del Imperio Romano. Se había creído que todo había desaparecido con las invasiones; que los bárbaros traían los gérmenes de una civilización superior; que lo que pudo conservarse de la civilización se debió a los frailes; que el cristianismo era una doctrina nueva en moral que había civilizado y bautizado milagrosamente a la barbarie. Lamennais desvanece tanto sofisma.

La civilización antigua se transmitía y crecía; el mundo romano dejaba raíces profundas de civilización con sus códigos, administración, con el catolicismo de ``incontestable grandeza''.

Cicerón antes que todos había lanzado esta palabra grande como el porvenir: ``Charitas generis humani''. El cristianismo no trajo una moral nueva, pero sí produjo la formación del cuerpo sacerdotal, la Iglesia, el Papa, separándose cada vez mas de su punto de partida espiritual. Llegan los bárbaros; duran seis siglos sus invasiones. Todo sucumbe, todo es sangre y ruina. Se introducen las pasiones feroces del salvaje. Los obispos se introducen, los dividen, los oponen unos a otros, les prestan el auxilio del saber, se les hacen necesarios, y los bárbaros seguían al jefe convertido: ``¡eran conducidos esos bárbaros al bautismo, como rebaños al abrevadero!''. De aquí nació la nueva sociedad católica feudal.

Enseguida sigue Lamennais paso a paso la marcha de la reorganización. La tentativa de Carlomagno, las repúblicas italianas, el estudio del Derecho, la introducción de la filosofía griega por los árabes, la escolástica, la comunicación con el Oriente, el fervor científico de los espíritus, la toma de Constantinopla y la aparición sublime de la sabiduría antigua que produjo la época célebre del renacimiento. Todo marchaba, el mundo despertaba, la edad media sucumbía.

¿Qué es de Roma? ``Los misterios orgíásticos de la Roma pagana'' reaparecen en la Roma papal. Extranjera al renacimiento, al progreso, enemiga de todo bien sobre la tierra, reasume el crimen de todas las edades. Se vio claro. Roma seguía la pendiente del infierno procurando arrastrar al mundo en su caída. Sólo pide oro para gozar, oro para sus mercenarios, oro para dividir el mundo. ``Para llenar un tesoro que la guerra, el lujo, las prodigalidades de un desorden desenfrenado vacían sin cesar, se fatiga la paciencia de los pueblos y su superstición tantas veces explotada''.

Wiclef, Hus, Lutero. La inquisición. El protestantismo contiene en sí aunque encubierto, el principio de la soberanía inmortal de la razón; ``y este principio, que constituye su vida íntima, salva al espíritu humano de la servidumbre''.

Se discuten los dogmas, la conciencia de libertad. ``La vieja institución no se sostiene sino por el interés del poder político y civil, por la coacción, por el aspecto farsaico y supersticioso, las ceremonias, las prácticas materiales; en una palabra, exteriormente por lo que hiere los sentidos, e interiormente por el miedo, el gran resorte por cuyo medio en todo tiempo, en todo pueblo, se obra sobre las clases ignorantes, y más sobre la mujer''.

El cristianismo evangélico preparó una reacción moral contra el materialismo, y además un estado superior por el espíritu de amor que esparció sobre el mundo. ``Pero el cristianismo teológico, sometido a la jerarquía, no contribuyó de ningún modo al progreso social; y por las discordias, las persecuciones encarnizadas, por las guerras atroces que engendró, por las pretensiones ambiciosas del cuerpo sacerdotal,por la avaricia de sus miembros, por su tendencia constante al dominio, fue más bien una fuente de desórdenes y calamidades nuevas''.

Los bárbaros no trajeron sino sus vicios nativos y sumergieron al mundo en un abismo de ferocidad y de ignorancia.

La sociedad nueva que se formaba nació por las luces de la civilización antigua que atravesaban lentamente ese mundo de barbarie, y por la energía del espíritu de algunos. Declinan la feudalidad, el poder del cuerpo sacerdotal y la fe en sus dogmas impuestos por una autoridad reputada infalible. La Italia llevaba la vanguardia. Había guerra entre todos los elementos sociales, pero una actividad increíble fermentaba.

Dante apareció en ese tiempo reasumiendo la sabiduría de su siglo.

Dejamos a un lado su vida, el análisis de sus obras, terminando con la apreciación política de sus doctrinas, que es donde se ve a Lamennais exponer su pensamiento y coronar su vida.

Un Dios... y más abajo la materia y el espíritu creados. Dios es el monarca Supremo. La materia, el cuerpo, es el Estado. El espíritu, la inteligencia de la Iglesia. Un soberano independiente para cada una de estas manifestaciones del orden. El emperador para la política, el Papa para la Iglesia. Dante pensaba que en la separación absoluta de ambas potestades estaba el ideal. Error. El mundo no puede vivir con dos cabezas. La lógica debía precipitar al imperio en brazos de la Iglesia. La Iglesia, autoridad infalible, debía absorber al Imperio. División, guerra interminable. Güelfos y gibelinos. La historia corrobora la incompatibilidad. Es falsa la noción del imperio. El imperio es mentira. Es falsa la noción de la Iglesia. La Iglesia es mentira. No hay sino una soberanía, la personalidad universal, o la República. La Iglesia anonada la personalidad en su raíz que es la razón. El imperio anonada la personalidad en su manifestación que es el gobierno de sí mismo. Luego ambos son incompatibles con la Justicia. No hay nacionalidad posible, ved la Italia. 4 Lamennais prueba, además, por experiencia propia, lo que los principios establecen, y se pregunta: ``¿Hasta que punto la constitución de la Iglesia católica y los principios en que se apoya, son incompatibles con la libertad bajo todas sus formas?''.

El hombre caído, por el pecado original, no se salva sino por la encarnación, redención, por la gracia, por la fe sin voluntad. Sin la fe, no hay salvación. Y esa fe es impuesta ciegamente, de un modo infalible, de donde nace la máxima: ``No hay salvación fuera de la Iglesia''. La pena es la condenación eterna.

¿Quién señalará límites a la autoridad de la Iglesia, siendo ella absoluta? Nadie. Luego debe ser el soberano absoluto del alma y del cuerpo, del pensamiento y de la política. Tal es la lógica y tal ha sido la conducta de la Iglesia.

Lamennais creyó, en un tiempo, compatibles la libertad y el catolicismo, y se dedicó a defender las instituciones libres. Roma lo condenó.

``El Santo Padre, desaprueba y reprueba las doctrinas relativas a la libertad civil y política.

. . sobre la libertad de cultos y la libertad de la prensa...''. En fin, lo que ha colmado la amargura del Santo Padre, es el acto de Unión propuesta a todos aquellos que a pesar del asesinato de la Polonia, del desmembramiento de la Bélgica...

esperan aún en la libertad del Nuevo Mundo y quieren trabajar por ella. ``He aquí señor, (a Lamennais) la comunicación que Su Santidad me encarga os comunique'' (El cardenal Pacca).

``Libertad y catolicismo son, pues, dos palabras que radicalmente se excluyen'', agrega Lamennais. ``La Iglesia, por el principio de su institución, exige y debe exigir del hombre una obediencia ciega, bajo todos aspectos absoluta: obediencia en el orden espiritual, pues que no hay salvación sin ella; obediencia en el orden temporal como que está ligado al orden espiritual, pues que, si permitiese que de cualquier modo se atacase, sea la fe necesaria para salvarse, sea la autoridad que enseña, se haría cómplice del mayor crimen que pueda ser concebido, que es la muerte de las almas. De ahí, a las medidas represivas, a la Inquisición, a su código sangriento la consecuencia es rigurosa''. Ya antes Michelet había decapitado ese pasado en su introducción a la Revolución Francesa. ``El derecho es mi padre'', decía, ``la justicia es mi madre''.

Hechos citados por Lamennais: ``Enrique II promete hacer pagar a la Irlanda el centavo de San Pedro. El Papa Adriano le entrega ese país desgraciado, para que derrame la instrucción y extirpe los vicios que decoraban, decía, la viña del Señor. Tal fue el origen de una opresión de siete siglos''.

``La Inglaterra arranca su gran carta a un monstruo coronado pero ese monstruo se reconocía tributario del Papa: el Papa toma su defensa, anula el tratado que había jurado, lo desliga de sus juramentos, y pone bajo sus garras al pueblo que devoraba.

¿Fue acaso favorecida por Roma la emancipación de los comunes en Francia? Los últimos siervos libertados bajo Luis XVI pertenecían al sacerdocio de San Claudio, en el Jurá''.

``Cuando las comunas flamencas, oprimidas por sus duques, protestaron con las armas en la mano contra la violación de sus derechos, ¿encontraron un apoyo en los pontífices romanos? ¿Detuvieron la venganza atroz de los opresores? Preguntadlo a la historia.

El país más católico de Europa, el más sometido a Roma ¿no pierde todas sus franquicias, desde el instante en que se consuma la unión de los dos poderes, cuando se unen la reyecía de Felipe II y la inquisición de Torquemada? Pero al mismo tiempo principia la decadencia de este gran pueblo, la extinción de la industria, de la ciencia, de las artes; en el orden intelectual y moral, en el orden mismo de la prosperidad material algo que se asemeja a la muerte.

Después que, según el don que el Papa le hizo, hubo conquistado, sometido y devastado la América (menos Arauco agrego yo) se vio renacer, en proporciones gigantes, la esclavitud antigua, razas enteras fueron a ellos consagradas, ¿reclamó la Iglesia? ¿Cómo hacerlo, cuando ella proclama la legitimidad de la esclavitud, dogmáticamente sostenida por el mismo Bossuet, que declara que no se puede negar la esclavitud sin conmover la tradición entera?''. 5 Lamennais continúa con la historia, con los hechos, con la lógica, probando hasta la saciedad la radical incompatibilidad ya enumerada. En Italia absorbe toda vida, pinta la mansión de los papas en Avignon, ``cloaca de avaricia y de lujuria''. ``No hablo de las violencias, crueldades, robos, del desprecio de toda justicia divina y humana, pero sí de su encarnizamiento en perseguir toda libertad, en destruirla en cada ciudad... ¿Roma ha cambiado? Interrogad las ruinas sangrientas sobre las cuales hoy día, se levanta el trono pontificial ''.

``Jamás los papas se separaron de este sistema político prácticamente ateo''.

Y nosotros agregaremos dos hechos a todo lo dicho y a todo lo que se puede decir. En América, el enemigo encarnizado de toda libertad es el catolicismo. Él es quien sumerge a nuestros pueblos en la degradación, y allí es donde proclama sin disfraz que ``Dios es el primer intolerante''. 6 Es allí donde los obispos, arzobispos y el clero predican a sus anchas, menos en Nueva Granada y el Ecuador, todos los dogmas del terror; donde fulminan aún el anatema de la edad media; donde sublevan las masas y donde se predica la delación y se invita a la matanza del hombre libre que se proclama como tal.

No creo que jamás un espíritu sincero, a no ser que viva creyendo en las penas eternas, esa blasfemia, y en la obediencia al absurdo, esa condenación de sí mismo; no creo que, sino los que obedecen al miedo y no a la razón, puedan perseverar declarándose afiliados a la causa de la esclavitud del género humano.

Luz, luz, y desapareceréis. Es por eso que enmudecéis al hombre. Tembláis ante la luz, como el criminal en la acechanza.

Después de rebatir las teorías del Dante, el autor expone la verdadera teoría.

El poder temporal pertenece a todo el cuerpo. La soberanía es universal e indivisible.

El poder espiritual, superior al Estado, no es sino la razón libre de todo hombre.

He aquí la conclusión sublime: ``Qué jamás se olvide, es la libertad, la libertad sin más límites que la libertad igual de otro, que resolverá todos los problemas sociales, que constituirá el orden verdadero, que abrirá a cada pueblo, al género humano; la vía por donde la impulsión espontánea de sus potencias secretas lo guiará, viajero inmortal, hacia el término desconocido de sus destinos misteriosos. Si en esa vía sagrada encuentra obstáculos, si para sumergirlo en el seno de las miserias y de las tinieblas del pasado, se levanta ante él el genio del mal, ¿qué importa?''.

Tales son, se puede decir, las últimas palabras, el testamento filosófico de Lamennais. La libertad ha sido su última palabra, y ha recibido con su muerte la confirmación de la vida más bella y tempestuosa, y el sello de la eternidad.

IV. VIDA NUEVA.

¿Qué hay que temer? Nada teme el hombre libre. Es para mí una verdad que el miedo es una ofensa al Dios, padre de la luz, justicia viva.

¿Quién teme? El egoísmo. Porque es egoísmo el miedo de pensar, es egoísmo la indolencia, es egoísmo la tranquilidad que buscamos sometiéndonos a la tiranía de los déspotas del alma y del cuerpo.

Tememos el desconocido océano de la luz, cuyos horizontes señala el pensamiento libre. Tal es el estado de caída a que nos ha acostumbrado la teoría de la caída. Esclavos del hombre, esclavos de pasiones elevados a dogmas, nos arrastramos al pie de todos los monstruos, creyendo ser rebelión, alzar la frente al cielo.

Tememos la soledad del alma, después de derribados los fantasmas infernales, como si fuese soledad conquistar la conversación sagrada del espíritu emancipado con la libertad infinita.

Creemos que el vacío sucederá a la muerte de las fórmulas, como si el ser del hombre libertado no se poblase con las constelaciones del universo, con los acentos inmortales del deber y la esperanza de una inmortalidad fecunda.

¿Qué es el mal, sino el dominio extranjero en el alma, en la Patria, en la ciudad? ¿Y cuál es ese extranjero, sino el dogma o el principio, o la autoridad o la pasión que nos arrebata la soberanía universal? ¿Qué es el bien, sino es la libertad del hombre, la unión de todos los hombres, la perfección de todo ser libremente encaminándose a la perfección? ¿Qué es la religión, sino la concepción del ser, del deber y del destino? ¿Y qué otra religión verdadera que la concepción de la personalidad absoluta de la justicia, causa y fin de lo creado? ¿Qué otro deber, que el de desarrollar la herencia divina de la libertad en todas las esferas de la vida? ¿Qué otro destino, que la realización sin fin de la libertad solidaria en la humanidad entera? Tú eres evidencia para la razón, justicia en las relaciones, belleza para la imaginación y el pensamiento, amor para el alma, consumación y felicidad en el orden creado. ¡Ah! No servirte, no consagrarte la vida, no sentir tu impulso sublime, eso sí que es proscripción de la Patria inmortal de los sabios y de los héroes.

¡Adelante espíritu cualquiera que tú seas! Brillan en lo alto las virtudes; describen su marcha las estrellas que iluminan las sendas armoniosas de la inmensidad. El océano abre sus brazos al navegante osado, y las tempestades divinas impulsan el bajel, que dejando sin miedo las orillas del pasado, aborda al continente de la alianza, de nuestra alianza con Dios y con la libertad.

V. M U E R T E . D E L AM E N N A I S.

El año de 1853 recibí en Lima la siguiente carta fechada en París el 5 de diciembre de 1853, cerca de tres meses antes de su muerte.

El original de esta carta está en mi poder.

He aquí la traducción. ``A Francisco Bilbao. El señor Dessus me avisa mi querido hijo, que se le presenta una oportunidad segura para Lima.

La aprovecho para renovaros la seguridad de mi tierna afección, y para daros las gracias por los varios escritos que me han sido entregados de vuestra parte. Penosamente me ha afectado lo que habéis tenido que sufrir desde la vuelta a vuestra Patria, fuera de la cual, la influencia de una corporación, doquier enemiga de las luces, del progreso y de la libertad os tiene aún desterrado en este momento. Consolaos y alentaos: sois de aquellos ciertamente que son más envidiables, de aquellos que están destinados a sufrir persecución por la justicia. La justicia triunfará, y al estrépito de las maldiciones de los pueblos despertando de su letargo, los perseguidores caerán tarde o temprano en una tumba infame.

Felices entonces los que, en el combate, firmes resistieron.

Creed de seguro, que nada hay que esperar de la América española, mientras permanezca enyugada a un clero imbuido en las doctrinas más detestables, cuya ignorancia traspasa todo límite, corrompido y corruptor. La Providencia la ha destinado (a la América meridional) a formar el contrapeso a la raza anglosajona, que representa y representará siempre las fuerzas ciegas de la materia en el Nuevo Mundo. No llenará esta misión tan bella, sino desprendiéndose de los vínculos de la teocracia, uniéndose y fundiéndose con las otras dos naciones latinas, la nación italiana y la nación francesa. Veréis,por el folleto que va adjunto a esta carta, de qué modo empieza a efectuarse esa unión. Esa unión está en la naturaleza, en la necesidad; luego será. Trabajad en esa grande obra, y que Dios bendiga vuestros esfuerzos.

Vuestro de corazón.

L o la revelación científica del republicanismo eterno, que recibí en mi Patria independiente y con la palabra de mi padre.

Vine a Europa, lo vi, y desde nuestra primera entrevista me llamó su hijo. Después fue mi consultor y me colmó de confianza.

Un día fui a pedirle que me resolviese algunas dudas morales, y yo me acuerdo, la expresión estoica e inocente de su rostro, la emanación angelical que resplandecía en su fisonomía, fueron para mí la solución de las dudas, el principio viviente que buscaba.

A mi vuelta de Italia, en 1843, encontré a este anciano de 64 años, con la actividad infatigable del ciudadano. Llevaba un diario, publicaba folletos para el pueblo, asistía diariamente a la Asamblea, era miembro del comité constitucional. Creyendo volverme a América en ese momento, me dijo con lágrimas: ``No olvide al buen viejo''. Me leía fragmentos de sus obras, inéditas aún. Vive en mí ese momento cuando, enfermo, leyéndome el fragmento sobre la inmortalidad del alma del bosquejo de su filosofía, sus ojos no eran de la Tierra, y reflejaban la aurora de la luz divina.

¡Y no lo volví a ver! Enfermó gravemente en enero de 1854.

Cartas de París en febrero, me anunciaban su restablecimiento, y creía aún volver a verlo, cuando me llegó la noticia de su muerte. He hablado con algunas personas que asistieron a sus últimos momentos.

Cuando se supo que su fin se acercaba, esos que llaman altos personajes, del clero y de la aristocracia, lo acosaron, para que hiciese una declaración pública de arrepentimiento, según ellos, para que apostatase de sus ideas filosóficas, hiciese profesión de catolicismo y cumpliese con las últimas ceremonias de ese culto. Ellos quisieron turbar esos últimos momentos, quisieron explotar el medio de la eternidad, para con ese ejemplo, clamorear y aturdirnos sobre la impiedad y falsedad de nuestras creencias. Lo mismo intentaron con Voltaire; pero en Lamennais se estrellaron con la luz diamantina de la personalidad incontrastable del héroe. ``Atrás, blasfemadores'' y los blasfemadores se retiraron.

Creer que Lamennais temblase, creer que ese hombre que había pasado todos los días de su vida faz a faz con el grande Espíritu, y que se avanzaba con su individualidad conquistada e indestructible al encuentro de las regiones ignotas, tenebrosas para los ojos de la carne, luminosas para la mirada del pensamiento; creer que al afirmar su renacimiento y al tomar su vuelo al infinito, divisando la armonía de los cielos y recibiendo el bautismo de los bravos; creer que volviese atrás y se envolviese en las momias de la edad media para dormir aterrado bajo las pirámides de las osamentas temblorosas, eso sólo es digno de los que jamás han palpitado en las ondulaciones heroicas de las almas puras. Lamennais apartando con su mano esos fantasmas del pavor tradicional, desechando con piedad y con sonrisa los sortilegios y encantamientos de los magos, atestiguó su fe, aterró a los paganos modernos y nos enseñó a morir.

A pesar de los recuerdos, de tanto afecto, de tanto dolor por su ausencia, del dolor de su enfermedad; en medio del aumento de emociones que asaltan al alma al arrojar la despedida postrera a todo lo que amamos, a los amigos que lloran, a la familia desgarrada, a la Patria muda, viendo su obra interrumpida, al mal triunfante, ese hombre dijo y fue su última palabra: ``mis amigos: estos son los bellos momentos''.

No podían ser esos momentos sino la visión de la inmortalidad y armonía de la creación que abría sus entrañas para precipitarlo en las sendas luminosas del amor sin fin, y el advenimiento prometido de la justicia.

En esas esferas te sigue nuestro pensamiento, maestro amado. ¡Cómo seguirte sin sentir tu palabra y tu vida! Abiertos los misterios, has atravesado los espacios. Incorporado más de cerca en la atmósfera más pura del éter de las esencias vivas, revistiendo el cuerpo glorioso de una organización más elevada, estando tu palabra más inmediata a la luz, tu corazón nadando en los océanos que invocabas, tu fuerza más cercana a la potencia, tú llevas en esas regiones el mismo estandarte glorioso de la libertad, saludado por las legiones victoriosas. ¡Salve, salve, paz soberana, delicias conquistadas de la verdad! Salve, salve, emanación, exteriorización de una centella omnipotente, que después de haber salvado las regiones del llanto, vuelves a pedir al Ser, no la recompensa, sino la autoridad de tu vida, y he ahí tu recompensa.¡No hay adiós! Allí vives, allá iremos. ¡Salud, misterio de la evidencia! ; ;

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Francisco Bilbao, Desarrollado por Giroscopio y Newtenberg, Santiago, Chile. Abril, 2008

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