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4 DE JULIO DE 1776
[02-May-2008]

la prensa la licencia, el gobierno republicano, una palabra para salvar tan sólo la apariencia de la dignidad del hombre.

Tomamos las formas, las leyes, las instituciones, y esas formas se convierten en nuestras manos en espadas de dos filos, en armas legales del predominio de facciones.

He ahí, pues, un problema que merece ser examinado, y que hoy, aniversario de la independencia de la nación modelo, tomamos por texto de un artículo de diario.

III.

Libertad­orden. ­Federación­unidad. He ahí los dos polos de toda política. ­Ambos se suponen. Ambos coexisten en la idea social.

Tal es la base del problema.

¿Por qué hay orden y libertad, Federación y unidad en los ESTADOS UNIDOS? ¿Por qué no hay orden, ni libertad, federación, ni unidad, en los Estados DES­UNIDOS de la América del Sur? Tal es el problema práctico.

Hay libertad y orden, federación y unidad en los Estados Unidos: porque HAY RELIGION; Y no existe en la América del Sur, porque NO HAY RELIGION.

Toda clase de sociedad se apoya en una creencia. La sociedad mercantil en la fidelidad de los contratos, en la religión del crédito.

La sociedad política es el vínculo moral de la soberanía y la obediencia en la religión de la libertad del hombre.

Así, pues, toda tentativa radical de organización se apoya en un CREDO en una CREENCIA, en un CRÉDITO, y es esto lo que se llama RELIGIÓN.

Los Estados Unidos han pretendido realizar la sociedad más vasta, más universal y más libre. ¿Cuál será entonces el CREDO de la sociedad más universal y libre? La soberanía de la razón el derecho del pensamiento libre como base; el reconocimiento de esa razón y de esa libertad de pensar en todos los hijos de Dios, como relación de igualdad, y el vínculo recíproco y solidario de toda razón, de todo ser que piensa, indisolublemente unido por la identidad de esencia y el amor de la unidad humana. Tal es la base de la soberanía del pueblo.

Dadme esa base, ese punto de apoyo y, como Arquímedes podremos decir, tenemos la palanca para levantar un mundo.

IV.

¿Por qué los Estados Unidos se han hecho los depositarios de esa religión? Éste es el problema de su historia.

El principio despótico y el principio emancipador se han dividido el imperio de la tradición en el Viejo Mundo.

El principio despótico era la tradición romana. El principio emancipador era la tradición sajona. Ambos genios se personificaron en dos razas y en dos secciones de la geografía de la Europa: El medio día de la Europa y la raza latina encarnaban la idea autoridad, unidad, centralización y despotismo. El norte de Europa y la raza sajona representaban la idea individual, la soberanía del hombre, de la familia, de la tribu, del clan, base de las federaciones futuras.

La religión latina en todo tiempo, desde Rómulo hasta Pío IX ha sido el credo de la autoridad personificada en un rey, en un senado, ciudad, concilio, iglesia o en un pontífice. La religión sajona ha sido desde Hermann, hasta Lutero y Washington, la libertad en todo hombre, la alianza de las sectas, de los pueblos o la confederación de los elementos individuales y sociales.

Son las dos grandes causas, las dos nociones, si podemos expresarnos de ese modo. La aspiración unitaria al medio día y a las razas latinas: la aspiración federal al norte y a las razas sajonas. La idea autoridad particularizada en individuos es la religión romana. La idea autoridad universalizada en todos es la religión sajona.

Esas dos corrientes de la historia se dividieron el mundo de Colón. La religión sajona se apoderó del Norte y produjo los Estados Unidos. La religión latina se apoderó del sur y produjo los Estados des­Unidos.

¿Se ve ahora la causa de las diferencias esenciales entre ambos mundos?

V.

Han sido, pues, dos ideas, dos sistemas, dos naciones, dos razas, las que se han dividido el continente americano. La lucha histórica del pasado traspasó los mares, y en grandioso palenque y nueva lid, con campeones rejuvenecidos por el bautismo de una era nueva, reproduce el perennal combate del dualismo de la historia.

Ha habido una diferencia que es necesario no olvidar; ha habido una idea que ha servido de intermediario y mediador entre ambos mundos. ESA IDEA ES LA REPÚBLICA.

La idea republicana, cualquiera que sea el dogma religioso de los que la acepta, lleva en sí, la idea de SOBERANÍA, y es por eso que la lógica, por la fuerza sola de las cosas inclina al republicano a la religión de la soberanía o de la libertad.

En Europa, la Francia, por consideraciones que nos llevarían muy lejos, representa el genio mediador por excelencia, entre las razas, del norte y medio día; entre el individualismo sajón y la centralización latina. La América del Sur despertando de su sueño de 300 años al resplandor de la revolución francesa, no pudo emanciparse lógicamente del dominio político de España, sino bajo el amparo de la idea republicana.

La República en la América del Sur, aunque sin raíces profundas en el genio de las razas, y mucho menos por la educación recibida, fue verdaderamente el mediador entre la América del Norte y la del Sur. Ya no fueron dos mundos hostiles. Entre ellos hay una idea que predispone a la alianza y que despoja a la historia americana de la oposición radical que presenta la historia del norte y mediodía de la Europa. He ahí el gran resultado conquistado.

La República impera en América. Después de la emancipación se reproduce el dualismo; no ya personificado en dos secciones geográficas y en dos razas, sino en el corazón mismo de las jóvenes naciones. La lucha no es exterior, entre Roma y Alemania, entre Gregorio VII y Lutero, entre Gustavo Adolfo y Wallenstein, entre protestantes y católicos.

No. Hoy es interna en los mismos pueblos, en las mismas razas latinas, en el pensamiento mismo del hombre. No combatimos contra la España de Fernando o de Isabel, sino contra la España de Felipe II que llevamos en nosotros mismos, como la piel del centauro aferrada a las espaldas del Hércules simbólico. Y estamos, todavía, en la pira purificadora de aquel héroe.

VI.

En feliz momento se embarcaron los peregrinos que fundaban las colonias orientando las nuevas poblaciones con los himnos de los profetas que saludaban la aparición de la nueva Jerusalén en los bosques de la América del Norte. Ellos huían de la autoridad, de la unidad, de la centralización latina, que a sangre y fuego quería devorar la libertad del Norte de la Europa. Su primera palabra es emancipación, y levantan un mundo emancipado.

En fatal momento se embarcaron los conquistadores que fundaron las colonias del Sur, orientando las ciudades sobre las razas primitivas inmoladas, saludando el oro de las minas para enriquecer la corona de la España.

No eran fugitivos de la libertad, sino emisarios del despotismo, que traían en sus almas todo el furor pagano de las guerras de religión, cuando la España, convertida en brazo del absolutismo religioso y político, exterminaba las tradiciones y franquicias, pretendiendo exterminar toda libertad, declarada hija de Satán.

Se ve, pues, que las dos razas pobladoras, fueron dos ideas, dos genios hostiles que se dividieron un mundo.

El momento histórico de la colonización vino también a fortalecer el antagonismo de las dos ideas. La libertad fugitiva se dirige al Norte con la traducción de la Biblia.

El despotismo vencedor se dirige al sur con el imperativo de la monarquía absoluta y con las excomuniones del concilio de Trento.

VII.

Las colonias unidas, fundaron y desarrollaron la libertad que anidaba la educación, la vida, y el ejemplo de los peregrinos. La libertad del pensamiento, la educación religiosa, el culto del trabajo, la salvación futura, y la vida del presente, la responsabilidad de las acciones, el mérito de las obras, la comunicación directa con el espíritu divino, forman el alma de esa raza. Dispersos en grupos, que se gobernaban y administraban, reasumiendo en sí las funciones esenciales del hombre, que son el sacerdocio, la ciudadanía, la administración y gerencia de sus propios intereses, sin tutela religiosa, sin predominio político, sin absorción centralizadora y unitaria que devorase sus inspiraciones, y el fruto de su trabajo, esas colonias habían nacido para ser Nación, como Minerva del cerebro de Júpiter, armadas de todas piezas.

Tenían vida propia, porque tenían la religión de la libertad, la soberanía en el pensamiento, la soberanía en la localidad y municipio, la soberanía en la administración de sus propios intereses, tradición evidentemente germánica e inglesa que ha dotado a la humanidad de los parlamentos modernos, del derecho de votar los impuestos, del juicio por jurados y de la libertad en todo.

Cuando la Inglaterra vencedora de la Europa, pero recargada por las deudas de esa guerra quiso expoliar a las colonias imponiéndoles impuestos, no votados ni autorizados por los contribuyentes, entonces despertó el genio incontrastable de la Independencia, que ha producido el acta de emancipación que hoy celebramos.

El interés era común. Las colonias se unieron. Triunfaron con un congreso, asamblea de hombres virtuosos, y con un general que pocos hombres han merecido mejor el título de padre de la patria: Washington, de inmortal memoria; soldado, general vencedor, organizador y pacificador, símbolo de las glorias, de la virtud, y de la unidad del nuevo mundo.

Después de la victoria, las colonias unidas en confederación sin el impulso dictatorial y unificador que daba la necesidad de la victoria, tendieron a la supremacía de los Estados y éste fue el mayor peligro que han corrido.

Los Estados no veían al Estado. Las legislaturas no veían al Congreso. Los gobernadores no veían la presidencia viril de la Nación.

Los intereses puestos en común no bastaban para unificar la Patria. Había ciudades, pero no había la ciudad. La nueva autoridad general no tenía relación directa con los ciudadanos de la Unión, sino con los Estados. De aquí, la anarquía, de aquí nació la necesidad del nuevo pacto que, reasumiendo la independencia de los fragmentos, elevase sobre toda localidad, sobre toda autoridad la realidad nacional.

La realidad nacional quitó a los Estados el imperativo absoluto sobre los ciudadanos. La ley federal pudo dirigirse directamente a todo hombre. La anarquía fue ahogada en su cuna.

La ley federal fue ley suprema para todos. El americano fue súbdito de la federación, en primer lugar, y después súbdito de su propio Estado. Es decir que al análisis de la confederación de Estados, sucedió la síntesis de la federación.

VIII.

La federación supone, pues, la educación del Norte. Esa educación es la creencia en la libertad, es la religión de la libertad.

Los americanos del sur no tenemos la religión de la libertad, pero la conquistamos al revés de los Estados Unidos. Allá, la libertad venía de la creencia individual. Acá viene de la creencia social, de la imposición de la idea de República.

Allá, la libertad fue idea, ­aquí, la libertad es poder.

He ahí toda la diferencia.

Nosotros creemos que ser libres es ejercer el poder, ser libres con el poder. De ahí nace que toda libertad entre nosotros produce el despotismo o la anarquía. La libertad de pensar es forzar a que piensen como nosotros. La libertad de la prensa, el ataque personal. La autoridad no es la universalidad, es el poder del individuo, círculo o partido que gobierna.

La libertad local, municipal y provincial es el aislamiento, el caudillaje, o la prepotencia de una localidad sobre las otras. Los cabildos, cuya influencia ha sido tan espléndidamente manifestada por el Doctor Lépez, en vez de ser elemento municipal en su apogeo, se convierten en entidades soberanas, que mutilan la idea nacional. ­En todo, el poder de la pasión, del egoísmo, la tradición imperante de la fuerza, el principio del que no está conmigo es mi enemigo.

Y ¿por qué? porque no hay religión de libertad, educación de igualdad, respeto recíproco, ni fraternidad solidaria. La cuestión de formas es necesaria. Y si hoy vemos a la República Argentina con el código de la federación como resultado de su tradición, de la voluntad de los pueblos, no olvidemos que la federación no puede ser fecunda sin la paz que arrigue los gérmenes salvados y que esperan el rocío de la religión y de la educación de la libertad.

IX.

Y, entretanto, volvamos nuestras miradas a la nación que lleva la palabra, en el coro de las naciones que progresan. En este día, y desde el humilde puesto que ocupamos, también recordaremos a los Estados Unidos, que la palabra de Washington no ha recibido su sanción completa. Él dio libertad a sus esclavos.

Noblesse oblige. Sin entrar hoy a manifestar todo lo que deseamos ver iniciando a los Estados Unidos, le diremos, que las viejas naciones de la Europa, cuando no tienen argumento que presentar contra el triunfo de la idea republicana, apelan a la esclavitud que existe autorizada en los Estados del Sud.

Es, pues, necesario quitar ese pretexto, única nube que empaña el pabellón de las estrellas flameando en el soberbio capitolio como fanal del Nuevo Mundo.

Sigue tu marcha, pueblo libre, pueblo unido. Tus hermanos del Sud cargados con el peso de las pasiones y tradiciones, vuelven los ojos hacia ti como al Palladium de la libertad moderna. Día llegará en que, desde Panamá hasta Magallanes, los Estados del Sur tiendan su mano para estrechar al coloso que, asentado entre los océanos que domina, presenta al mundo el arca de la alianza salvada del diluvio de la historia. Día llegará en que el continente formará dos Naciones. Ese día serán las nupcias de la humanidad. En esa mesa todas las razas, todas las ideas tendrán asiento, y los cánticos victoriosos de la unión dirán al mundo; Las profecías están cumplidas. La Jerusalén celeste ha bajado de los cielos. La verdad impera.

Buenos Aires 1858.

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Francisco Bilbao, Desarrollado por Giroscopio y Newtenberg, Santiago, Chile. Abril, 2008

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