«Et ego ín Arcadia». ¡Y yo también he estado en Rio! También he participado de esas horas que cuando vuelven a aparecer en la memoria hacen dudar a uno de la realidad que ha visto, confundiendo las impresiones positivas con las visiones más fantásticas que una imaginación peregrina del ideal puede encontrar.
La transparencia del mar y de los cielos, la variedad incesante del paisaje aumentada por la locomoción del pasajero que en alas del vapor penetra en el seno de la gran bahía para ser abrazado por los potentes brazos de Circe, la hechicera naturaleza que acomoda en ese punto sus encantos, y la exaltación del espíritu contemplativo deslumbrado, sobrepujada por la belleza realizada, hacen que la entrada a Rio sea la entrada a la región de los ensueños.
¡Oh recuerdo, oh tesoro! Visiones sublimes de belleza, no pasáis, no desaparecéis: ¡vivís en el pensamiento como imagen de las nupcias de la naturaleza y del espíritu! ¡Y yo me acuerdo! De pie sobre el puente, y mucho antes de la aurora, como un centinela que espía el menor ruido o el menor movimiento de las formas, acechaba la esperanza de lo que iba a ver: la entrada a Rio de Janeiro.
Ya el crepúsculo revela la cadena de montañas, grandiosa muralla que, como antemural del océano, arroja la palabra de la firmeza, inmóvil al frente del líquido elemento. Un silencio sublime del cielo, del mar y de la tierra, dejan oír la música sagrada de la creación en ese momento de la aurora, que conserva la juventud inmortal del primer día. Ya la luz, vibrando la revelación de los objetos, enrojece la faz del horizonte.
Nubes flotantes, esparcidas, reflejan y anuncian la proximidad del Dios, y aumentan por su contraste la profunda y azul transparencia de los cielos.
De los cielos, sí, porque la atmósfera herida por la luz variaba sus matices a medida que ascendía, y el firmamento se presentaba en zonas ondulantes de todos los colores, convirtiéndose su bóveda celeste en un arco iris de la inmensidad. El arquero divino producía las siete notas, y el espacio con sus orbes emprendía el ritmo de la armonía infinita de las cosas.
¡Cuán libre el alma se dilata, penetrada de belleza! ¡Cuán firme o inmortal se siente, descubriendo en la naturaleza manifestaciones sucesivas de la eterna patria del ideal! Qué momento tan sublime, si meditando en la belleza, la medida eterna que todo lo pesa, aparece como justicia encarnada en el hombre que saluda atónito y deslumbrado al sol, al día refulgente de los trópicos, entrando a Rio de Janeiro en medio de los resplandores del cielo, del mar y de la tierra.
Es de día. Ya se ve el verde de la tierra. En línea recta el vapor se precipita al canal estrecho de la entrada. A babor y estribor, mirar es admirar. Montañas reflejando sus formas en extensidad profunda, sobre la superficie ondulante de las aguas, aparecen como mundos agitados por la mano de un Atlas subterráneo.
Picos atrevidos, variedad fracturada de perfiles, masas entrantes y salientes como baluartes de una fortificación de titanes, líneas suaves que en lejanía se prolongan, el coro, la pirámide, el trapecio, las formas abruptas de la geometría de la tierra, como recuerdos de los cataclismos petrificados, se combinan, se suceden, y provocan esos toques misteriosos de ciertas cuerdas del ser humano, que nos transportan a una fraternidad primitiva de los seres.
Y todo eso es verde, con todos los matices de lo verde. La potente vegetación nos envuelve ya en su atmósfera perfumada, como si sintiésemos los gérmenes de la creación flotantes en el aire, que buscan su reproducción indefinida. La palma se delinea. Hela allí: es la personificación de una zona. Palmas en la cima, en los flancos, al pie de la montaña, se reflejan en el mar. Y el mar acariciando esa sombra, el aire tibio y embalsamado, el calor inmortal, la luz siempre resplandeciente, belleza, riqueza, y abundancia, todo, todo se combina para darnos una idea de la entrada al paraíso terrenal.
Nos acercamos al canal. La locomoción del espectador hace que el espectáculo tan variado de por sí varíe a cada paso, y el movimiento produzca el efecto del movimiento en el paisaje. Imaginad esa combinación de formas que se deslizan, que unas sobre otras se precipitan, y que a cada momento, nueva faz, nuevo espectáculo, nueva admiración, sorpresa incesante en ese baile de montañas nos presentan. Islas esparcidas, valles, ensenadas, canales, casas suspendidas en las quebradas, en medio de las palmas, las pequeñas embarcaciones a la sombra de los árboles, todo pasa todo esto es la vanguardia de la soberbia entrada. Estrecho es el paso; a derecha e izquierda la montaña con sus castillos y al frente otra isla fortificada detienen un momento la marcha; hasta que al fin, la bahía de repente se presenta, abriendo su seno como un mar, y circundando el lejano horizonte con sus montes.
El golfo de las delicias, es el anfiteatro de los climas, es el circo de las fantasías.
Qué habéis visto que allí no viéreis? qué habéis soñado que allí no encontréis? Florencia la bella, allí está la gracia de tus colinas y la dulzura de tus valles. Génova, la soberbia, allí, tu puerto en un fragmento de Rio. Nápoles, Nápoles, tú sí, puedes preguntar si está allí tu Vesubio de 20 leguas.
¡Oh genio de la tierra, arquitecto sublime del universo, qué templo de tu bondad has elevado!¡Oh aglomeración de todos los amores, y de todos los ensueños, de todos los perfumes, de todos colores, de todas las figuras, de todos los encantos del cuerpo, de la imaginación y del espíritu!, ¡oh armonía de los elementos, oh tierra de Rio, tú debes ser la mansión de la virtud y de la felicidad sobre la tierra! ¡No! ¡La tierra del Brasil bendecida por el cielo, para ser un paraíso terrenal, ha sido convertida por los hombres en infierno! ¡La esclavitud existe!
Mientras la humanidad sea desconocida, negada o atormentada en alguna parte de la Tierra, la palabra debe hacer concentrar sobre ese punto las miradas del género humano. La mirada de la humanidad sobre una institución cuyo crimen se revela, produce el efecto de los espejos ustorios de Arquímedes: la devora. El deber del hombre es señalar la marcha para que una ondulación del alma de la humanidad haga llegar la vida y la justicia allí donde el alma tiene su imperio.
¡Ya no existe un solo esclavo en las Repúblicas de la América del Sur! y cuando los Estados Unidos sacrifican sin medida sus tesoros y su sangre, para purificarse de ese crimen de una parte de sus estados, vemos en el Brasil, tranquilo e impacible recostado en su indolencia, sobre cerca de cinco millones de hombres esclavizados.
¡Ahí está el punto negro de América esplendente! ¡Ahí está esa permanente provocación a la venganza! ¿Debe durar ese fenómeno de degradación y de tormento? ¿Qué se hace para destruirlo? ¿Hay algún partido organizado que presente en su programa la abolición de la esclavitud como condición fundamental? ¿Han producido algún resultado los trabajos de los filántropos? Sea lo que fuere, el hecho existe y dura, y mientras exista, la protesta, el proselitismo, la interpelación incesante son un deber para todo brasileño.
No es mi objeto atacar los sofismas teológicos, políticos, económicos, en los cuales, para vergüenza de la inteligencia humana, se ha apoyado hasta hoy la esclavitud. Quiero suponer, por honor de nuestra especie, que esos sofismas han callado, vencidos por la razón, y se han retirado del campo de las polémicas, avergonzados de sí mismos.
Quiero suponer que ya en el Brasil ninguna de esas sangrientas o hipócritas mentiras se presenta a la luz del día provocando la justificación de su maldad. Quiero suponer que la esclavitud se sostiene tan sólo porque existe, por su inercia, por la fuerza del hecho permanente, por el temor de un cambio, por el egoísmo de los poseedores. Si me engaño desearía se me indicase la razón aparente, o el argumento subsistente que pudiesen autorizar la continuación del atentado.
¿Será la Biblia o el argumento teológico? ¿Será el hipócrita principio del antiguo derecho de gentes de los bárbaros, que convertía al prisionero en esclavo? ¿Será el más infame pretexto que prostituye el nombre de la caridad, diciendo que se mejora la condición del negro esclavizándolo? ¿Será el argumento de la desigualdad de las razas, como si la desigualdad no fuese idéntica? ¿Será la mentira fisiológica, que sólo el negro puede trabajar en ciertas zonas? ¿Será la mentira económica que más produce el trabajo del esclavo que el del hombre libre? Pero han sido tan batidos por la razón, por la filantropía, por el derecho de gentes, por la climatología y por la economía política, todos esos argumentos, que la razón no encuentra adversarios; pero contra la razón, la fraternidad y la ciencia, se levanta aún el hecho, la permanencia y quién sabe hasta cuándo la duración del atentado.
Ese hecho convertido en institución social económica de uno de los imperios más vastos de la tierra, subsistente aquí, en nuestra América libre, a nuestra vista, en nuestro tiempo, después de su abolición en las repúblicas, es el espectáculo cotidiano que aguijonea mi conciencia, que espanta mi corazón y que como una imagen satánica se interpone entre el cielo y la naturaleza magnífica del trópico. Sarcasmo a la eternidad de la justicia, desafío al arquitecto omnipotente del universo, oh institución de la esclavitud, ahí estás para argumento de la existencia del principio del mal, ahí estás en el Brasil para dar una apariencia de verdad terrible al dualismo de los persas.
Pero tengo entendido que la permanencia de la esclavitud es legitimada o explicada (no por la razón ya), por la dificultad de pagar a los poseedores el precio de sus esclavos.
He ahí la última trinchera.
Es, pues, esa dificultad, elevada a la categoría de argumento, que yo ataco.
A pesar del progreso de la verdad, que revela esa confesión, pues ya no se arguye con la Biblia, ni con el derecho de gentes de los bárbaros, ni con una mentida caridad, ni con una ciencia económica falseada, a pesar de todo ese progreso, cuanta inmoralidad y corrupcion no revela esa dificultad que se presenta.
Expongamos el argumento tal como ellos lo presentan.
El propietario de esclavo lo es, por la ley.
La ley ha creado esa propiedad, y no puede destruirla sin indemnizar a su dueño.
¡He ahí el argumento! Creo, a Dios gracias, será el último que escucha la humanidad, para vergüenza de la miseria que puede bajar la inteligencia, degradando su luz para defender a la avaricia.
Callo dos nombres conocidos en las letras, y que también lo han repetido, porque creo que si llegan a leer estas líneas, se arrepentirán de lo que han dicho.
Analicemos.
¿Puede la ley hacer propietarios de esclavos? Es decir, ¿pueden los hombres, o un hombre alterar las relaciones eternas de las cosas? No. Luego la ley que altera la eterna relación de igualdad que existe entre los hombres, es un crimen. ¿Puede el crimen ser autoridad, y sirve de fundamento justo a la institución? ¡No! luego la palabra propietario de esclavos equivale a decir LADRÓN de hombres, todo el que se llame propietario de esclavos es ladrón.
¿Hay ley que pueda autorizar el robo? ¡Respondan todos los sofistas! Si esa ley existe y se acata, se acata el robo.
Y una sociedad que sanciona ese monstruoso principio merece ser entregada a la ley del saqueo.
Examinemos ahora la segunda parte del argumento: ¿Debe indemnizarse el robo? Exponer la cuestión es resolverla.
Pero se dirá: ¿por qué han de ser los hijos responsables de un hecho autorizado por la ley? Obsérvese que se llama hacer responsables a los hijos, no indemnizarlos, y quitarles las riquezas que le daba la posesión de los esclavos.
¡Y qué! habéis recibido un robo, sois herederos de un crimen, habéis vivido gozando del trabajo ajeno sin remunerarlo, sin retribuirlo, sin reconocerlo, y atormentando en el régimen más abyecto a los infelices que os enriquecen con el sudor de su frente y la sangre de sus heridas abiertas por el látigo y venís a reclamar de despojo? Si una ley infame os dio esa riqueza, otra ley justa la devuelve a su dueño. ¿Reclamáis por daños y perjuicios? Pues haremos que el negro reclame por daños y perjuicios desde su primera generación esclavizada, y ved si os atrevéis a sostener la liquidación de la deuda.
Lo que me sorprende es que el poseedor de esclavos se atreva a alegar el derecho de propiedad.
¿Cuál es el origen de la propiedad? La personalidad.
Luego, al llamaros propietarios de personalidades, destruís vosotros mismos vuestro derecho a la personalidad y a toda propiedad.
Desde el momento en que reconocéis que se puede apropiar la independencia, la libertad, el trabajo y la soberanía del hombre, destruís todo derecho, y vuestra pretendida propiedad de hombres, se derrumba sobre vosotros y os aplasta.
Si habláis de propiedad, el derecho del negro a la propiedad de sí mismo se antepone como origen, prima como justicia, se sobrepone como calidad.
No hay esa propiedad humana, que llamáis esclavitud, contra la propiedad divina que llamamos libertad.
¿Qué es, pues, en el fondo esa institución que se mantiene a despecho de la verdad, de la justicia y de la reprobación del mundo? La corrupción de cinco millones y la corrupción de sus poseedores, porque la esclavitud pervierte a amos y a esclavos.
La injusticia, y el odio, y el tormento, y la expoliación sobre cinco millones.
Y el embrutecimiento (conveniente) de cinco millones de seres humanos.
La individualidad violada y aun negada.
La familia violada y prostituida.
La dignidad humana borrada en cinco millones de hombres.
¿Y creéis que la ley de la historia, o la justicia, o la providencia, toleren ese estado, sin que se suspenda en días no lejanos, el cataclismo de las venganzas y que será la sentencia del Eterno?
Pero tengo otra consideración, ¡oh! juventud del Brasil, que presentar a vuestra imaginación fogosa, no lo dudo, a la magnanimidad de vuestras almas.
¿No sentís verificarse en el mundo una revolución inaudita y estupenda que consiste en que la América, el Nuevo Mundo, se pone a la cabeza del itinerario sagrado de los siglos futuros de la justicia? ¿No veis ya las visibles señales que coronan las alturas, y que de norte a sur, provocan el alzamiento de la conciencia americana? ¿No sentís los vagidos del gigante, ahogando en sangre la rebelión satánica, y a México abriendo ancha tumba de fementidos invasores, y a todas las repúblicas alzando el palladium de la República, y Hércules ahogando todas las hidras legadas por el Viejo Mundo? ¿En qué tiempo se ha visto más unanimidad de fe en la libertad del hombre, y en las instituciones democráticas? ¿Cuándo se ha visto a todo un continente unificado en su destino, arrancado por la razón y por la fuerza, a la mentira y a la fuerza de la Vieja Europa? ¿Ha habido espectáculo más bello? ¿Y qué es lo que falta, cuando es la excepción, quién es el pueblo que falta al llamamiento? Es el Brasil, ¿es el Paraguay? Ved, pues, ¡oh jóvenes! el deber histórico que se viola en vuestra patria. Nos impedís decir: 
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