EN NOVIEMBRE DE 1858.
Señores: La historia, en su significación más natural, es la exposición de la vida de la humanidad y, en su significación más filosófica, es la manifestación del esfuerzo humano por llegar a la realización de un ideal.
El sujeto de la historia es la humanidad, como individuo inmortal y solidario a través del tiempo y del espacio. El objeto de la historia es la resurrección del pasado. Sus medios son todas las manifestaciones de la vida; las creencias, las instituciones, los códigos, la tradición, la poesía, los monumentos del arte y de la industria, las costumbres. Su fin es señalar el desarrollo o decadencia, la aproximación o alejamiento del ideal. Su ley el perfeccionamiento.
Como ciencia es narración y doctrina.
La doctrina es la lógica de una premisa que se mueve en los hechos. Como narración es la memoria. Podemos, pues, concretar nuestra definición, diciendo: la historia es la razón juzgando a la memoria y proyectando el deber del porvenir.
Si hay ley histórica que puede ser deducida del pasado, la humanidad ha vivido lo bastante para poder apoyar sus deducciones e inducciones.
Los siglos se aumentan sembrando la tierra de monumentos y poblando el firmamento con sus ideas o sus dioses. La geología de la historia cuenta ya capas funerales de generaciones superpuestas, y ha presentado sus sistemas para soportar nuevos habitantes y organismos de civilizaciones más perfectas. La astronomía de la historia cuenta también firmamentos y dinastías divinas derrocadas. Si queremos, pues, interrogar al pasado, los materiales existen en el abismo sin fin de la memoria. Nuestra vida presente tiene sus raíces en la tumba. Allí encontraremos las fibras de nuestro ser, las palpitaciones de amor u odio, los resplandores del mismo pensamiento, el mismo llanto y las mismas alegrías, el deseo, la aspiración del infatigable peregrino que, en el valle de sus lágrimas, busca el camino del perdido paraíso; o los sueños de aquella escala de Jacob que llegaba hasta los cielos. En esa misma tumba también se nos espera, con la calificación de nuestra vida y con la cifra del horario fatal en nuestra frente.
En el valle misterioso que fecunda el Nilo, las series embalsamadas de los muertos, al lado de los vivos y en el seno mismo de hogar, la religión antigua acumulaba. Todo hombre, cada familia, de generación en generación, tenían su lugar designado de antemano. Las momias llevan en jeroglíficos, escrita la vida y el destino del que duerme. Los padres, los hijos, vivían en comunión perpetua con las almas de los que ya no son; y es así como la historia individual y social de los egipcios, coexistió, puede decirse así, con su presente. Y sobre ese inmenso camposanto de la civilización antigua, la titánica, inmortal pirámide, reina del desierto, sarcófago de dinastías, elevaba su cúspide astronómica, como antorcha de la inmortalidad en la tierra de los sepulcros.
La historia se nos presenta como Necrópolis, inmensa, evocando diariamente sus muertos al son de las trompetas que convocan al Josafat de las naciones; y el historiador y el filósofo, con la medida de la justicia, descubriendo nuevos caudales a la multitud sedienta, cuya peregrinación dirigen, sentenciando a los vivos y a los muertos, descorriendo nuevos horizontes, y levantando las auroras del nuevo eterno sol que debe iluminar a la ciudad futura de la humanidad universal.
La vida de la humanidad, ¿tiene una ley? ¿Es la historia la consignación del hecho, o la demostración del desarrollo de esa ley? Para resolver este problema, procuremos asentar con claridad sus condiciones.
Todo ser tiene una vida. La vida del planeta que habitamos está escrita en su superficie y sus entrañas, por la mano de los cataclismos y la acción secular de los elementos. Las capas superpuestas de la corteza terrestre, mortajas estupendas que conservan incrustados los vivientes de otro tiempo, fósiles anteriores y contemporáneos a la aparición del hombre, nos revelan las edades. La tierra ha cavado sus valles y con el empuje de su fuego interno ha levantado esas pirámides que sirven de pedestal al cóndor. Ha delineado sus fronteras al océano, dibujado el organismo de sus ríos. Ha incendiado la inmensa cabellera de sus bosques primitivos, para preparar un terreno, depositar la hulla, y elaborar una atmósfera adecuada a la respiración del hombre; y siempre abrasada por el sol, como la antigua Cibeles, derrama el pan y el vino, la flor y el metal de su unicornio magnífico.
Penetrando en las regiones del pensamiento, encontraréis en ellas la raíz indispensable de la historia. No hay historia sin memoria. Apenas queremos inmovilizar un instante presente, ya es pasado. El presente es un momento renovado que se desliza en la conciencia arrebatado por la fatalidad del tiempo, como una centella que atravesará la creación por la fuerza infinita proyectada. Pensar el presente es ya perseguir un pasado. Pero el futuro inagotable superpone los elementos de esa hoguera, que los seres forman para satisfacer el hambre insaciable del abismo, y elevar el himno imperecedero de la vida en holocausto al infinito.
El hombre mismo no podría tener conciencia de suyo, sin la memoria. La conciencia de la identidad de nuestro ser, no podría existir sin el recuerdo. De lo cual puede rigurosamente deducirse que la historia es el elemento necesario para tener conciencia de la identidad humana al través del tiempo y del espacio; y el elemento anterior del progreso, porque sin conciencia de la vida pasada no tendríamos conciencia de la hora que vivimos; que todo lo creado, todo lo finito, por el hecho sólo de existir, está sometido a la ley de sucesión o desarrollo.
Lo creado puede ser dividido en dos categorías: seres sin conciencia y seres con conciencia. Entre la materia y el espíritu aparecen los seres intermediarios, que viven en las fronteras de la organización y de la libertad.
La creación material se desarrolla. El génesis eterno no ha cesado. En el laboratorio del espacio, el telescopio en alas de la razón, ha sorprendido la formación de nuevos mundos y todos los días pueden repetirse aquellas palabras sacramentales de la Biblia: ``el espíritu de Dios es llevado sobre las aguas del abismo'', incubando perpetuamente los gérmenes inagotables de la floresta indefinida de los cielos. Hierve la inmensidad, agitada por la mano del Eterno, brotando universos y sistemas, como estrofas centelleantes de la epopeya de la creación. La creación, es el ensayo que tiende a reproducir en la variedad existente y futura de todos los seres imaginables, la idea del infinito que a todos los comprende y que todos no alcanzan a agotar. Es por esto que la creación no puede cesar. Una ley de destrucción, conservación y desarrollo la precipita hacia un ideal que ignora. Lo prosigue sin conciencia en las órbitas de los astros, en el organismo de los átomos, en la intususcepción del árbol, en la atracción de las moléculas, en los instintos animales; ¿y creeríamos que la humanidad lanzada en una progresión de luz divina, para ser la conciencia del mundo inferior, careciese de fin providencial? No, señores. Tal suposición sería consignar la anarquía, como un legado impuesto a lo más elevado en la serie de los organismos conocidos.
Si la humanidad tiene un fin, la Historia tiene una ley.
(Fin de la introducción.)
Es necesario que comprendamos bien lo que se entiende por ley de la historia.
¿Entenderemos por ley de la historia la crónica de los acontecimientos elevada a la categoría de causa y efecto, es decir, que lo acontecido es lo que debió ser? Entonces, la ley no es sino la justificación de los hechos.
¿Entenderemos por ley de la historia una teoría que la humanidad debe realizar en su marcha? Aquí otro problema.
O esa teoría es efecto del espectáculo producido por los hechos, es decir, que la conveniencia de lo acaecido es que así debió ser.
O es una idea preconcebida, un ideal que debe juzgar a los hechos.
Todas las teorías que conozco son el resultado de los hechos elevados a la categoría de ley.
La teoría de Herder presenta al territorio como causa. La teoría de Bossuet presenta todo lo acontecido como debiendo cooperar a realizar el catolicismo Romano. La teoría de Vico presenta a los hechos como reproduciéndose fatalmente, en una simetría de va y viene, de corro y recorro, lo que la humanidad ha hecho y tiene que hacer. La teoría de Hegel presenta a la idea de ley identificada con lo real, al ideal con los hechos.
La teoría de Cousin, que es una imitación, presenta a la historia como debiendo realizar las tres ideas fundamentales del pensamiento y dividido en tres épocas: la del infinito el Asia, la del finito el mundo griego romano, y la de la relación de ambos que es la que caracteriza la época moderna. Nosotros probaremos que todo eso es el error y que la ley de la historia de todos esos filósofos de historia es falsa. Otros historiadores que pueden ser calificados de políticos y socialistas han cometido el mismo error. Unos dicen: la historia debe constituir la monarquía universal o la unidad política, la centralización del globo. Otros: la historia es el desarrollo de las clases privilegiadas encargadas de gobernar y civilizar a la multitud plebeya del género humano. La aristocracia.
Otros: la historia tiende a la democracia y a la federación de los pueblos. La ley de la historia es, pues, la democracia. Otros: la historia debe realizar la comunidad de bienes o el trabajo integral de las naciones convertidas en falanges, para la explotación del planeta, y otros, en fin, nos dicen, que la historia no es sino la elaboración de todos los elementos para dar el imperio a los trabajadores con la rehabilitación de la carne bajo el pontificado de un catolicismo sensual encarnado en una pareja papal de ambos sexos.
Pero la ley de la historia tiene que ser la ley de la humanidad en la serie de siglos de su vida.
La ley de la humanidad tiene que ser la ley del hombre individual.
La ley del hombre tiene que ser el imperativo de sus acciones.
Las acciones del hombre y de la humanidad tienen un fin.
Luego la ley de la historia se identifica con la ley moral, y viene a ser el principio que determina su destino.
La ley moral y el destino constituyen lo que se llama la felicidad.
Así, pues, ley de la historia; ley de la humanidad, regla de las acciones, destino del individuo y de la especie, son términos varios que revisten un mismo principio, y ese principio es la naturaleza, la providencia, el destino, o, en una palabra, la ley del hombre.
Exponer la ley de la historia es exponer la causa de los efectos humanos.
Y exponer la filosofía de la historia de un pueblo o de la humanidad, es exponer el pensamiento dominante de ese pueblo, o de la humanidad, es decir, la causa de sus acciones.
Pero una es la ley, y otro puede ser el pensamiento dominante que unpueblo puede tomar como ley de su vida.
Es sabido que el pueblo romano se creía nacido para dominar al mundo.
La filosofía de la historia de ese pueblo, es pues conocida. He ahí por qué él creyó ser su ley.
Pero ¿era ésa la ley? He aquí que se presenta la cuestión.
No era ésa la ley. Luego la ley de la historia es independiente del pensamiento, creencia, religión o acciones de determinado pueblo.
La filosofía de la historia es el conocimiento de la idea que se crea debe realizar la humanidad.
La ley de la historia, es la manifestación del ideal que persigue y la determinación de sus acciones.
¿Cuál es, pues, la ley de la historia? ¿Qué es ley? ¿Conocéis la famosa definición de Montesquieu? La ley es una relación, dijo él.
Esta definición tiene algo de verdad, pero, a juicio mío no es completa.
En toda ley hay relación, pero no toda relación es ley.
La ley de atracción es la relación entre la masa y la distancia de los cuerpos.
La ley de la vegetación es una relación entre el germen, la tierra y los elementos.
La ley de la animalidad es una relación entre el organismo y las influencias exteriores.
La ley del calórico es unir y dilatar.
La ley de la luz es revelar los cuerpos.
La ley de las sociedades, puede decirse que es, una relación entre el individuo y el pueblo.
Pero en todas esas relaciones, veo la falta del principio, de la causa, del destino, del fin.
En toda ley puede haber relación, pero hay más que relación.
Nadie me afirmará que la ley de los astros sea exclusivamente describir elipses o parábolas.
Nadie medirá que la ley de la humanidad sea tan sólo una relación entre su pasado, presente y porvenir, y que la ley de las sociedades, sea buscar una relación entre gobernante y gobernados. No.
La ley es algo más. La ley debe envolver la idea de causa y la idea de fin.
La ley de la historia debe ser la forma impuesta a la humanidad para llenar un fin.
¿Qué es forma? Forma es el germen o principio de luz encarnado en los seres.
La humanidad ha salido de Dios directamente ¿o es tan sólo un desarrollo, una forma más perfecta de la creación? La humanidad es un elemento de la creación, pero, además, es una emanación del espíritu. Como organismo fisiológico tiene sus raíces en la tierra y sus antecedentes en el reino animal, reuniendo bajo una unidad superior los elementos de los reinos inferiores.
Como espíritu recibe inmediatamente del verbo infinito la comunicación de la centella, la visión del ser, la armonía de su ley y su destino.
De esta unión resulta un elemento nuevo, que es la dominación del espíritu, jerarquía necesaria en todo lo que existe. Como organismo es fatal, como espíritu es libre. En la humanidad se verifican las nupcias solemnes de la fatalidad y libertad.
Fatalidad y libertad: he ahí el dualismo fundamental, la antinomia radical, los elementos del combate que forman los protagonistas del drama de esa vida.
¿Cómo se verifica esa unión? ¿Debe siempre la humanidad vivir en la oscilación perpetua de esas fuerzas, destrozada por la acción de esos agentes? ¿Hay armonía y solución posible? Sí, señores. La fatalidad es la ley de los cuerpos.
La libertad es la ley de los espíritus.
La solución del problema consiste en hacer que la fatalidad sea libre y dominada por el elemento libre, y que la libertad sea ordenada al fin supremo.
Y como en el hombre se encuentran unidas temporalmente esas dos manifestaciones de la sustancia, la ley de la historia debe revestirse y comprender la fatalidad del organismo y la libertad de la conciencia.
Pero si hay fatalidad, hay un destino que cumplir.
Si hay libertad, esa libertad debe llenar un fin.
En ambos casos hay un imperativo supremo que es necesario obedecer. Aquí volvemos al planteamiento del problema de la historia: ¿cuál es la ley del movimiento humano?
Varias han sido las explicaciones que se han dado. Filósofos eminentes y hombres ilustrados han presentado sus sistemas.
Voy a exponeros brevemente sus ideas fundamentales.
La exposición de la ley del humano desarrollo ha recibido en nuestros días el nombre de filosofía de la historia. Síntesis grandiosas han pretendido revelar el pensamiento de Dios a través de los siglos, y presentar la historia como un silogismo permanente, cuyas premisas y consecuencias son las fases diversas que reviste la civilización de la humanidad.
Todos los sistemas que conozco, desde San Agustín hasta Hegel, desde Bossuet hasta Herder, son aspectos diversos de la fatalidad absoluta encarnada en el movimiento de los pueblos. La filosofía de la historia ha sido, para todos esos escritores, una manifestación de la fatalidad. Pero en la concepción de la fatalidad ha habido una gran variedad de exposición.
Antes de penetrar en esos sistemas permitidme aclarar con un ejemplo la exposición del problema.
Conocéis la Ilíada de Homero. Al oír en los campos de Grecia esa llamada a todos los pueblos, al ver esos preparativos de toda una raza para lanzarse al través del piélago con el objeto de vengar un ultraje y de satisfacer a la justicia, al seguir las peripecias de ese sitio inmortal, que termina por la destrucción de Troya, asistiendo al mismo tiempo al consejo de los inmortales que desde el Olimpo alzaban o bajaban las balanzas del destino, habéis asistido a la epopeya del mundo griego en su principio.
Pues bien, la humanidad, según la filosofía de la historia, es una epopeya que evoca las naciones al llamamiento del Eterno alrededor de una ciudad ideal, por cuya posesión aspiran.
El Ser Brahma, Jehová, Júpiter, Cristo o Mahoma son los inmortales que según sus ideas presiden la epopeya. La humanidad, según la visión de un Dios, emprende esa campaña, y todos los acontecimientos no son sino los pasos del Dios, por medio de los pueblos, o la identificación de Dios en la humanidad.
No hay duda que la historia concebida de este modo presenta un estremecimiento divino.
Tres son las principales concepciones de la filosofía de la historia.
La concepción panteística.
La concepción católica.
La concepción naturalista.
Para exponeros esos tres aspectos haré abstracción del orden cronológico de los sistemas.
La concepción de la ley de la historia debe depender de la concepción del dogma.
Si concebimos al Ser, como identidad indivisible o, más bien, como la totalidad de la sustancia; Dios es todo el Ser, la creación y la humanidad son Dios. La ley de la creación será la ley de la humanidad. Las civilizaciones, los imperios, serán eflorescencias del árbol de la humanidad, y Dios estará presente en todas esas manifestaciones. La historia viene a ser el movimiento de Dios en el espacio y en el tiempo.
La concepción panteística más grandiosa ha sido la de Hegel, tomada después por Víctor Cousin y plagiada enseguida por Donoso Cortés en su libro de catolicismo.
¿Cuál es la idea de Hegel? El ser y la idea son la misma cosa y, por consiguiente, la realidad es la idealidad. Lo que es real es ideal, y lo que es ideal es real.
El ser consta de tres ideas: el infinito, el finito y su relación.
La historia debe ser la manifestación temporal de esas ideas.
De aquí nace la división de la historia en tres épocas.
Época del infinito, el Oriente.
Época del finito, el mundo griego y tomano.
Época de la relación, el mundo moderno.
El infinito representa el reino del Padre, el finito el reino del Hijo, la Iglesia el reino del Espíritu.
O, en otros términos, el Padre es la tesis, el Hijo es la antítesis, el Espíritu Santo es la síntesis.
El reino del Padre es la época de la sustancia indeterminada. El reino del Hijo es el momento de la particularidad, y la oposición de la subjetividad, y de la objetividad es la época Romana.
La síntesis de los contrarios es las naciones germánicas. Entre las naciones germánicas la Prusia, entre las ciudades de Prusia es Berlín; y entre los hombres de Berlín, el filósofo Hegel venía a ser la última expresión del absoluto revelado por la historia. Mr. Cousin tomó la idea fundamental de este sistema pero con una variación notable. En vez de ser la Prusia el pueblo privilegiado, lo fue la Francia; y la carta de Luis XVIII, como último resultado político de la conflagración Europea, vino a ser la manifestación del absoluto.
Donoso Cortés, a su vez, plagiando, pero con infalibilidad católica, el sistema de Hegel, desarrollado en el eclectismo histórico de Cousin, nos encarna el absoluto en la Iglesia, infalible e impecable, son sus palabras.
``Dios era unidad en la India, dualismo en Persia, variedad en Grecia, muchedumbre en Roma. El Dios vivo es uno en su sustancia, como el Índico; multitud en su persona a la manera del Pérsico; a la manera de los dioses griegos, es varios en sus atributos; y por la multitud de los espíritus que lo sirven, es muchedumbre a la manera de los dioses romanos''.
Ymás adelante agrega, tomando el pensamiento y las palabras de Hegel: ``Dios es tesis, es antítesis y es síntesis''.
Ya veis señores, que no se puede disertar con más audacia y penetrar con mayor infalibilidad en los arcanos del ser infinito. Ignoro lo que diría el celoso e incomprensible Jehová al verse tan bien analizado por el católico Donoso Cortés.
Veamos ahora la concepción católica de la filosofía de la historia.
Bossuet ha sido el primero que ha pretendido explicar y presentar, como ley de la historia, la concepción Judaica.
Creyendo en la Biblia, como en un libro revelado por Dios mismo, nada era más fácil que presentar ese encadenamiento de sucesos conspirando al fin señalado por los mismos libros del antiguo testamento. Bossuet parte de una afirmación impía: ha habido un pueblo de Dios, un pueblo escogido. El dogma de la caída, implica el de la redención. La humanidad ha caído, un pueblo está encargado de presentar el redentor. Desde esa altura, Bossuet baja sin titubear de la montaña y asigna su colocación y significación a los imperios, verdadero romance de la fantasía histórica, drama sucesivo cuyo personaje maneja a su placer al sacerdote católico, como un maquinista teatral. Él sabe los designios de Dios, habla a nombre de Dios.
Los acontecimientos estaban previstos y determinados. Dios camina con las legiones, derriba a Cártago; Dios combate en Farsalia, inspira a Atila y camina a su frente sembrando el terror y la matanza. Y para que no creáis que exagero los principios de Bossuet, voy a citaros las palabras que resumen su pensamiento.
Dirigiéndose al Delfín, hijo de Luis XIV, le dice: ``Pero acordaos, monseñor, que este largo encadenamiento de las causas particulares que hacen y deshacen los imperios, depende de las órdenes secretas de la Divina Providencia. Dios tiene, desde lo más alto de los cielos, las riendas de todos los reinos; tiene todos los corazones en su mano: ya retiene las pasiones, ya les larga la rienda, y de este modo conmueve a todo el género humano.
¿Quiere hacer conquistadores? (Es Bossuet quien habla, señores.) Hace marchar el espanto delante de ellos e inspira a ellos y a sus soldados un atrevimiento invencible. ¿Quiere hacer legisladores? Les envía su espíritu de sabiduría y de previsión; les hace arrojar los cimientos de la tranquilidad pública. Conoce la sabiduría humana, siempre limitada bajo algún aspecto; la ilumina, extiende sus miras y, enseguida la abandona a sus ignorancias: la ciega, la precipita, la confunde por sí misma; se envuelve, se embaraza en sus propias sutilezas y sus precauciones son una trampa.
Por este medio, Dios ejerce sus terribles juicios, según las reglas de su justicia, siempre infalible''.
(Bossuet, ``Discours sur l'histoire universelle''.) Tal punto de vista, lógico sin duda católicamente considerado, es la blasfemia. Bossuet y el catolicismo, que tanto ruido han causado en el mundo, defendiendo la causa del libre albedrío, contra los protestantes, impulsados por el genio secreto de la doctrina, vienen en última consecuencia a negar la libertad y, lo que es peor, a comprometer las nociones fundamentales del mundo moral, la idea de justicia y la idea misma de la divinidad. ¿Qué es la justicia en una humanidad cuya marcha es asignada, impulsada y ejecutada por Dios mismo? ¿Qué Dios es ese cómplice de la ruina de los pueblos, que un día toma flechas de Cambises para atravesar el Oriente y otro día la lanza de los cartagineses para crucificar los pueblos ribereños del Mediterráneo, después la espada de Roma, para cegar los pueblos y formar ese inmenso cementerio de nacionalidades que desde España hasta el Eufrates, fatigó a la tierra con el peso de sus iniquidades? Todo eso era necesario, nos dice Bossuet, para preparar la venida del hijo del hombre. Todo eso era justo para preparar el reino de la justicia.
Todo eso era providencial, es decir, divino, para preparar la venida de la divinidad. Toda esa sangre, tanto dolor, la Grecia encadenada, Sagunto aniquilada, el mundo diezmado, tanta lágrima, tanta patria y tanto derecho pisoteado, todo eso era providencialmente previsto y, lo que es más, ejecutado, por la mano de Dios mismo que nos anuncia la Iglesia romana, como el pacificador y el bienhechor.
Y si era necesaria toda esa cosecha de pueblos, ese lecho de osamentas humanas para preparar la cuna del Salvador, sin duda es para que después florezca la paz, el bienestar, la unidad, la revelación de ese Dios que tan sólo por una vez se ha dignado aparecer sobre la Tierra.
No señores. Parece que ese Dios de Bossuet es implacable. Es necesario que las selvas del norte se conmuevan, condensar el huracán de los polos, y precipitados, como una tormenta de devastación por cinco siglos consecutivos, se desprendan los bárbaros del norte para arrasar al mundo antiguo y preparar el campo a la propagación de esa doctrina de paz y mansedumbre.
Tal es la ley de la historia, tal es la Providencia de Bossuet.
Si antes del nacimiento de Jesucristo fue necesario que los egipcios sucumbiesen, y sobre los egipcios los persas, sobre los persas los griegos, los romanos sobre todos, después de la pasión de Jesucristo; fue necesario, que la espada de Marte bajase del Olimpo antiguo. Atila la recibe como el presente y el mandato de la Providencia. Era necesario decapitar ese coloso que apoyado en el panteón universal de las naciones y de los Dioses, elevaba al cielo la personificación del pontificado de Roma. Palpitan las llanuras de Tartaria, y las selvas humanas de Siberia se conmueven. Atila reúne en su mano la avalancha de la Providencia, y envolviendo a los hunos, a los tártaros y a los vándalos y godos que encuentra en su camino, se precipita sobre el imperio, incendiando las ciudades, degollando las poblaciones, y sumergiendo la civilización antigua en las tinieblas. Los católicos saludan a Atila como el Azote de Dios. Si para preparar la venida del cristianismo fue necesario que Roma decapitase las naciones, para preparar su triunfo, fue necesario un cataclismo de razas, un diluvio de sangre, un eclipse de la civilización, del arte y de la filosofía de la antigüedad. Y después de ese terror, después de ese martirio de cinco siglos, la filosofía de la historia según el catolicismo, admira los altos fines de ese Dios que ella fabrica.
Pero, en fin, si ha sido necesario y providencial, que tales horrores se cumpliesen, la paz, la armonía, la justicia, la unidad de razas y naciones deben haberse realizado después de tantos horrores providenciales. La tierra estaba árida y seca. Era necesario que una lluvia de sangre la fertilizase. Ha llovido sangre en todas partes, y los siglos precursores y posteriores han lanzado sus torrentes para purificar la tierra. La Roma católica ha sustituido a la Roma pagana.
El Capitolio ha cedido su lugar al Vaticano.
El Papa ciñe la corona de los emperadores y pontífices. El interdicto y la excomunión han reemplazado los rayos de Júpiter tonante. Todo esto nos indica que ha llegado el momento de la pacificación con la victoria.
Error señores. La Arabia se presenta a su turno. Después del azote del norte, se levanta el azote del sur personificado en Mahoma.Y como si esto no bastara, la herejía, la horrible herejía, revindicando algún derecho devorado por la insaciable Roma, aparece en Suiza, en Francia, en Alemania. Los Valdenses y Albigenses y más tarde los Husitas son enviados a la hoguera, que los altos fines de la Providencia católica ha previsto para gloria de Dios y magnificencia de los emperadores y pontífices. Las cruzadas se suceden, y la cruz del Salvador del mundo, sirve para crucificar a millares de hombres que combatían por la libertad de pensar, por la igualdad de derechos y por la independencia nacional.
Y el catolicismo es vencido. La reforma le arrebata en pocos años sesenta millones de creyentes. El mundo cristiano es, en su mayoría, protestante, y la riqueza, la gloria, la ciencia, la libertad, sólo brillan en los pueblos que se han separado de Roma. La Rusia describe su órbita al rededor del Papa de San Petersburgo, arrastrando la corona boreal del planeta. La Suecia, la Noruega, la Dinamarca, la Alemania del Norte, la Suiza, la Inglaterra y los Estados Unidos, es decir, la zona templada de la civilización circula al rededor del libre pensamiento.
¿Qué queda a Roma después de tantos milagros y de todas las hazañas de la Providencia católica? La España, el Portugal, el Austria, el reino de Nápoles, y de América, particularmente el Paraguay, es decir, lo mas atrasado y retrógrado del continente de Colón, y México cuya existencia huele a cadáver.
Si todo lo que sucede es providencial, admiremos pues esos altos juicios de la Providencia católica. Los que quieran persistir en esa fe, no tienen sino que envolverse en esa inmensa mortaja en la que Roma ha pretendido cobijar a las naciones para descomponer el organismo divino de las nacionalidades, para imponerles su cosmopolitismo teocrático, bajo el yugo de la santa intolerancia y de la obediencia ciega.
Después de Bossuet, Vico, filósofo napolitano, presentó también en 1725 su filosofía de la historia en un libro llamado Ciencia nueva. Su punto de vista es más grandioso que el de Bossuet. Bossuet veía todo alrededor de Jerusalén y de Roma. Vico ve lo divino en todo pueblo.
Todo arte, toda legislación de los pueblos antiguos emanan de su dogma. El dogma pagano es revelación de Dios; luego, Dios mismo se ha revelado en todas las manifestaciones de todos los pueblos. Pero toda esa inmensa procesión de religiones o de revelaciones parciales de la divinidad, se encamina, progresa, ¿o sólo da vueltas alrededor de un punto inmutable, reproduciendo los mismos acontecimientos, las mismas ideas? He ahí el problema. ¿Cómo debe ser resuelto según el pensamiento mismo del sistema de Vico? Si todo es divino, Roma es divina. Y como Roma, sea en la antigüedad, sea en los tiempos modernos, ha sido el término a donde han de llegar los cultos para sepultarse en su panteón, Roma es la personificación de la revelación del Eterno. De aquí se deduce que, el mundo no camina sino que gira alrededor de Roma describiendo círculos más o menos concéntricos, y la historia viene a ser identificada a los eclipses de los planetas al rededor del sol. ¿Qué otra cosa es esa ley, sino la fatalidad? Hay una ciudad ideal que los pueblos buscan como a esa heroína del Taso que los paladines persiguen en su epopeya, para abra zar la felicidad sobre la tierra. Esa ciudad ideal depende de las ideas de los pueblos. Las ideas de los pueblos son revelaciones de Dios. Si buscáis la ley de la historia, buscadla en las ideas. Lo demás, cultos, imperios, industrias, son formas transitorias que devora el Saturno de la historia.
Réstanos dar una idea de la filosofía de la historia bajo el punto de vista naturalista.
Herder, filósofo alemán, es el autor de este sistema, traducido y comentado por Edgar Quinet, una de las glorias más culminantes de la ciencia moderna.
Herder estudia las leyes de la naturaleza que, por un encadenamiento progresivo de transformaciones, desarrollan el plan de la creación hasta llegar a la humanidad. Vico dedujo las leyes de la historia de los movimientos de los pueblos, de la serie de sus tradiciones. Esas tradiciones eran la revelación del mismo pensamiento divino. Las naciones eran idénticas en el fondo, porque todas poseen la misma idea.
La civilización y la historia son pues, según ese sistema, la reproducción de la idea. La ley de la historia viene a ser la ley del pensamiento, y la ley del pensamiento, la tradición, que es la manifestación del pensamiento de la humanidad.
He ahí el círculo vicioso y fatal que envuelve al sistema de Vico en los círculos, en el corso y recorso de la fatalidad.
Herder ve la ley, no en el pensamiento, sino en la naturaleza exterior. El pensamiento mismo es un efecto de la impresión exterior. Así es, que habrá tantas leyes, tantas civilizaciones como climas y territorios diversos. Para Herder será, pues, de la mayor importancia para conocer la ley de un pueblo, el conocimiento de la geografía, la forma de los valles, la disposición de las montañas, el curso de los ríos, los grados de frío o de calor, las producciones de su sueño, su flora, su zoología. En este sistema la humanidad es tan sólo una síntesis de la creación inferior, o por servirme de sus propias y bellas expresiones, ``la creación precede a la expansión de la flor de la humanidad''.
Expansión de la flor, por bella que sea, es la acción de los agentes exteriores. La humanidad no es la expansión de una flor, es el drama de una vida. La doctrina de Herder, aunque por diferente camino, nos lleva a la fatalidad, y el resultado es el mismo para la dignidad de la justicia.
Víctor Cousin, ha pretendido conciliar estos sistemas en un eclecticismo filosófico e histórico.
Toma el punto de partida de Hegel, la división de las tres ideas necesarias, el infinito, el finito y la relación y, para conciliar el sistema, que ha llamado naturalista, de Herder, hace armonizar la manifestación de la época infinita en la naturaleza portentosa del Asia, la idea del finito en la Grecia y la idea de la relación en la Europa. Tres ideas, tres épocas, tres territorios.
Monsieur Cousin ha venido tan sólo a sellar con triple sello el movimiento humano, encadenándolo en el tiempo, en el espacio y en el pensamiento. La fatalidad ha cerrado su círculo.
Triple error, podemos decirle. Las tres ideas han coexistido en el pensamiento de los pueblos. Los tres territorios coexisten en todo territorio. Las tres épocas continúan desarrollándose sin fin.
En toda época hay un infinito que se busca, un finito que sufre, una relación que eslabona las ideas. En todo país hay condiciones geográficas para asentar la libertad. El sistema de Monsieur Cousin es un edificio de humo que no ha podido resistir a la revolución de 1830, fenómeno inesperado que no había podido prever el filósofo de las tres épocas históricas.
Si atendemos a los resultados morales de esos sistemas filosóficos que han dominado y aún dominan en nuestro siglo, podemos ver la justificación del éxito bajo todos sus aspectos, la adoración de la fuerza, la veneración de todos los malvados que se han enseñoreado de los pueblos, pero con la condición que hayan sido grandes en el mal. Tales doctrinas aún imperan por desgracia y han enervado los ánimos. El eclecticismo, el doctrinarismo, la sanción de lo existente, forman el espíritu y consagran los hechos como ley, los atentados como decretos de la Providencia. Las historias parciales de los pueblos modernos no son sino corroborantes parciales, de esa gran doctrina de la filosofía de la historia. La edad media toda conquista, la inquisición, el jesuitismo, la san Bartolomé, todos los horrores pasados y presentes han sido golpes de Estado de la divinidad, medidas previstas de ab aeterno en su sabiduría infinita.
Y hasta en América ha invadido ese plagio de la fatalidad europea. La conquista americana, la extinción de las razas, la servidumbre de los indígenas, la esclavitud de los negros, la anarquía, y hasta el despotismo de los monstruos americanos, han sido reconocidos como necesidades providenciales.
¿Qué extraño que después de tal enseñanza, y de la influencia de tales doctrinas en la historia de todas las épocas, el hombre desmaye, abdique y se entregue en brazos de la fatalidad o de la indiferencia? ¿Cuándo hemos visto apostasías más escandalosas que en nuestros días? ¿Qué significa esa glorificación de los hechos, del éxito, sino la humillación ante la fuerza? ¿Cómo sorprendernos de esa tremenda faz que reviste la esclavitud, que es la degradación del alma, la bendición del flagelo, la adoración del malvado? Un Dios, que debe ser la realidad de la justicia, lanzando los pueblos en el itinerario de los crímenes y errores que forman la cadena de su vida, no es un Dios. Antes de inclinarme ante un infinito que guía a Atila, que predica con Santo Domingo, que corona a Napoleón, es decir al perjurio, y que asienta su imperio en la Roma de los Papas, prefiero negarlo y crearme un Dios solitario de justicia y de verdad. Un Dios cuyo altar debe estar perpetuamente palpitando con el corazón de las víctimas humanas, es el Dios renovado de las creencias absurdas de los bárbaros.
La filosofía de la libertad al mismo tiempo que asesina a la libertad, destrona al Omnipotente de su trono inmutable de los cielos y de su verdadero altar que es la conciencia.
Tal es, señores, el último resultado de la filosofía de la historia en el viejo mundo. Antes de morir ha querido, sin duda, eternizarse, encarnando en sus siglos las revelaciones del Eterno. Tal es el proceder de los pueblos caducos, y de los sacerdocios temblorosos que ven emanciparse a la plebe sometida.
Réstanos ahora exponer nuestras propias ideas sobre la filosofía de la historia.
Repetimos la interrogación. ¿Hay una ley de la historia? Sí, lo creemos.
La humanidad es una. La humanidad tiene un principio, tiene una vida, tiene un objeto, tiene un fin. El hombre, los pueblos, las razas, las naciones tienen un fondo común, una identidad de ley y de destino a pesar de las variedades que los caracterizan. La humanidad no ha sido lanzada al acaso. Lleva en su frente un designio gravado por su autor. Si podemos descubrir ese designio, esa intención de la providencia, habremos encontrado su ley, conoceremos la unidad de su vida, la identidad de su ser, la magnificencia de su fin.
¿Cómo conocer esa ley? ¿Iremos a recorrer las tradiciones, nos embarcaremos en el mar tenebroso de los tiempos, evocaremos el alma de las naciones que ya no son, y creeremos que en la adición de los hechos, en el establecimiento de la cadena de los siglos está encarnada la revelación del Eterno, y el testimonio de su ley? Eso sería reproducir los sistemas de los que nos han precedido en la carrera, y justificar los errores que acabamos de combatir.
¿Qué método seguiremos entonces? A juicio nuestro la materia misma nos lo indica.
¿Queremos saber si hayuna ley del movimiento humano? Si esa ley existe, debe existir en la conciencia.
Para mejor aclarar el puntodepartida, estableceremos que la ley debe ser el imperativo divino.
Puede haber variedad en la concepción de ese imperativo y de aquí ha nacido el error de los filósofos que hemos combatido.
Las concepciones son obra del pensamiento.
El pensamiento ha revelado tal forma, tal hecho, tal culto, tal civilización. Luego, ese resultado es la ley providencial de la historia.
Tal ha sido la idea de Hegel, de Cousin, de Vico.
Nosotros decimos; las concepciones humanas no son la realidad, así como los códigos no son el derecho, ni las estatuas el arte, ni los cuadros deRafael la encarnación de la belleza, aunque participen de sus resplandores, ni las concepciones de Dios, la realidad de Dios. La idea de un objeto, no es el objeto. Si hay una ley, la ley como pensamiento divino debe ser independiente de la concepción humana.
Se nos dirá, y con razón: buscáis el criterio de la verdad como condición del conocimiento de la ley. Sí, señores. Es aquí que la historia debe ser sometida a la filosofía.
Si hay un criterio de verdad, si hay una verdad innegable, tenemos el punto de partida necesario.
Esa verdad innegable, (y permitidme aquí evitaros el desarrollo lógico de la concepción de la verdad, por demasiado abstracto), esa verdad, es un ser infinito personal y creador y un ser finito, libre y perfectible.
He ahí las dosverdades que, comodos columnas, sostienen la bóveda de las creencias del género humano y que las sostendrán por los siglos de los siglos.
Si el hombre es libre tiene una ley. Si es perfectible tiene un fin.
El problema cuya solución buscamos puede, entonces, plantearse de este modo: La ley y el fin del hombre son el fin de la humanidad.
Luego, para conocer la ley de la historia debemos conocer la ley de la humanidad y su destino.
Esa ley de la humanidad es anterior, es preexistente a la misma humanidad, y subsistirá en la mente divina cuando ya la humanidad no exista, así como los principios matemáticos que viven encarnados en los cuerpos, son anteriores y subsisten aún sin necesidad de los cuerpos.
Bajo este punto de vista se ve, cuan falso era el puntodepartidade todos aquellos quehanquerido encontrar la ley y el destino de la humanidad en los mismos hechos de su vida, así como también es falso el punto de partida y método de la filosofía alemana en general, pretendiendo asimilar la creación a las concepciones que de ella la razón se forma, y las leyes de la razón a las manifestaciones accidentales de la especulación de los espíritus, aspirando a reproducir en sus concepciones el orden mismo de las cosas. (Schelling) Es, en una palabra, la filosofía y la doctrina de la fatalidad que, a pesar de sus elevadas pretensiones de teorías absolutas, no es sino la doctrina del empirismo, o la experiencia elevada a sistema.
Si la ley es superior al hecho, si el deber es superior al hombre, si el fin es superior y domina la experiencia, no tenemos necesidad de conocer la tradición para conocer la ley que debe dominar a esa tradición. Lo contrario sería decir que tenemos necesidad de conocer la serie de maldades para conocer a la justicia.
¿En dónde encontraremos pues, la ley de la humanidad? En el conocimiento del deber.
Luego, el problema de la filosofía de la historia, se reduce a conocer el deber de la humanidad y la naturaleza del ser que debe realizar esa ley y acercarse al fin designado por Dios mismo.
Ahora el planteamiento del problema se simplifica de este modo.
¿Cuál es el deber de la humanidad? El deber de la humanidad es la posesión completa del derecho y el desarrollo de todas sus facultades en armonía consigo misma, con la sociedad y con los pueblos.
La idea del derecho corresponde a la idea libertad, y la idea desarrolló a la prosecución de un fin, a la realización de un ideal.
El problema se simplifica. El ideal es la perfección del ser humano.Laperfeccióndel ser humano es la dominación absoluta del espíritu universal para hacer vivir en cada uno la libertad universal.
Podemos, pues, dar otro paso, y decir: la ley de la historia, es la conquista de la libertad, en la conciencia, en los hechos, y en la universalidad de los hombres.
Armados de este principio podéis bajar a la palestra del pasado y despertar a los siglos en su tumba para interrogar la significación de sus acciones. Con esa luz podéis juzgar las civilizaciones y decir a los imperios, a los sistemas, a los conquistadores, a las religiones todas que se handividido el dominio de la raza humana: vosotros legisladores de la ignorancia, explotadores del terror, imperios de esclavitud, civilizaciones de castas, imperios de sangre, religiones de farsa que habéis armado al hombre contra el hombre, a nombre del Ser Supremo, que no es el Señor de los espíritus, sino el Señor de los trabajadores, pasad a la izquierda; y vosotros hombres o pueblos, que en todo tiempo protestáis, afirmando la luz de libertad yofreciendo ese verbo del eterno para encarnar lo divino en lo humano, pasad a mi derecha.
Y diremos a los primeros: fui paria, fui de la casta servil en la India, esclavo enGreciay enRoma, siervo en la edad media. Tuve sed de justicia y no medisteis de beber; tuve hambrede lo divino y humillasteis mi razón divina, pasad a la izquierda.
He vivido y vivo en proletariado inmenso, siervo del capital y de la usura, esclavo de los dogmas, ¡y no habéis tenido misericordia de mí! Soy soberano de raza divina, y habéis usurpado y usurpáis mi soberanía en todo el mundo, con la fuerza y la mentira, usurpando mi derecho al gobierno con monarquías y caudillos, con sacerdotes y con falsos profetas. Atrás vosotros, que la ley de la historia es ser libre en todo tiempo y lugar, en alma y cuerpo.
Bossuet y los católicos sostienen que la humanidad ha caído, y que fue levantada por la Iglesia.
Nosotros sostenemos que la humanidad ha caído y que no ha sido levantada, y que su ley es levantarse, y su deber, romper esa piedra sepulcral sellada con la triple corona que se ha querido extender sobre la santa humanidad.
Bossuet y los católicos sostienen que el hijo de Dios sufrió pasión por cargar los pecados del mundo, y nosotros, que sufre pasión por redimirnos; ellos que, resucitó al tercer día, y nosotros, que esperamos esa resurrección cuando veamos a los soldados de Roma, guardianes del sepulcro, caer de espaldas aterrados ante la brillante majestad de la libertad universal que sale de la tumba.
Bossuet y los católicos sostienen que bajó a los infiernos y de allí subió a los cielos, y nosotros, sostenemos que el infierno no ha sido vencido, y que los cielos no han bajado todavía.
Tenemos, pues, el criterio de la historia.
La humanidad es libre y perfectible. La ley de la historia es, pues, la libertad y perfección.
Siendo libre, ha caído; siendo perfectible, puede redimirse.
El bien y el mal de la historia dependen ahora, señores, no del curso pasivo de los tiempos; sino de los esfuerzos del hombre. Cuando los pueblos llegan a persuadirse que todo camina en virtud de una ley inexorable, independiente de la voluntad, entonces encarnamos la enervación, entonces hacemos abdicar al soberano que no sólo debe imperar en el foro, sino en el movimiento de los tiempos. Pocas doctrinas más absurdas y de funestos resultados yo conozco, que la vulgaridad de la teoría del progreso.
Se ha querido ver en el progreso una entidad separada del esfuerzo humano, y hombres que querían ensalzar la humanidad, sólo han conseguido asentar la fatalidad, arrebatando de ese modo a la humanidad su gloria, al error su refutación, al crimen su remordimiento y a la dignidad del hombre su sanción.
Elevamos pues, como ley de la humanidad, la fuerza de la voluntad. Esto es hacer penetrar el estoicismo en la filosofía de la historia.
Tal es la ley. Veamos ahora los elementos de la historia y los elementos del ideal.
Los elementos de la historia, los materiales que deben formar ese edificio, son la naturaleza, la organización, la razón.
En la naturaleza entra la cuestión de geografía, de influencias exteriores; en la organización, la cuestión de razas, su peregrinación, armonía con el clima, su mezcla. En la razón entran las ideas que han determinado sus creencias, sus instituciones y costumbres. La naturaleza, la organización, la idea: he ahí los tres elementos combinados que forman la acción del protagonista.
El conocimiento exacto de esos antecedentes nos dará a conocer el cómo y el porqué tal pueblo, tal civilización, tal era, han producido tales resultados.Tal es la historia que podemos llamar crítica y que comprende la narración de Heródoto, la pasión de Tucídides, y el juicio de Tácito.
El conocimiento de la ley, aplicado a la historia, nos haría conocer las peripecias de la verdad y de la virtud sobre la tierra, señalando el desarrollo progresivo que resulte de la elaboración de las ideas para llegar a la perfección creciente de la humanidad. Tal es la filosofía de la historia concebida y ejecutada por Michelet y Edgar Quinet, que no titubeo en colocar a la cabeza del movimiento regenerador del mundo moderno.
Siendo la idea el principio supremo de dirección del movimiento y, en las ideas, siendo el dogma la idea soberana, para conocer el secreto de los pueblos, analizad su dogma, apoderaos de ese germen, plantadlo en la tierra y, según las influencias exteriores, conoceréis de antemano la vegetación social de tal pueblo o de tal época.
Es así como podréis, empleando una expresión de Niebuhr, historiador de Roma, es así como podréis profetizar el pasado.
Llegando a la historia americana, decidme, cuál es el historiador que nos ha explicado el porqué de nuestras miserias, la causa de nuestras desgracias y ¡las impotencias de la libertad! Por qué ningún historiador americano ha tomado en cuenta la idea fundamental de la civilización de la conquista, la idea que ha mecido nuestras cunas, que nos ha bautizado en servidumbre y nos condena a la obediencia ciega. ¿Y qué? ¿Pretendéis explicarme la vida de los pueblos y desatenderéis la causa de sus movimientos, la raíz de su vida, el principio que domina sus ideas y forma sus costumbres? Imposible.
Escribir la historia de América, de alguna de nuestras repúblicas, o de alguna de sus épocas, sin considerar su dogma, es pasar al lado de las tempestades sin averiguar el punto de dónde vienen.
Tomad la América entera y compulsad sus anales. Podéis dividirla en tres épocas terribles y grandiosas. La primera, es la conquista; la segunda, es la Independencia, la tercera es la época de su organización.
Después de esta gran división veréis en América dos naciones: la América del Norte y la América del Sur. Son dos sistemas planetarios; son dos planetas que giran al rededor de dos soles.
Ambas naciones, los Estados Unidos ingleses, y los Estados DesUnidos españoles, presentan un espectáculo hostil, contradictorio, de diferentes resultados.
En Estados Unidos vemos a todos los elementos de su historia dirigirse y combinarse para desarrollar la libertad.
En los EstadosDesUnidos vemos los ensayos impotentes de la libertad, cayendo, levantándose, siempre amenazada, jamás segura, revistiendo todas las peripecias de una dualidad terrible entre el despotismo, y las tentativas de la libertad.
¿Por qué tan diferentes resultados? ¿Atribuiremos al clima, atribuiremos a la raza, a la política, a la religión, la diferencia? ¿El clima? Los Estados Unidos tienen todas nuestras latitudes, tienen todas las formas de territorio imaginables, país de montañas y llanuras, desiertos inmensos, navegación interior y costas en todos los mares, las nieves del polo, y el ardor de la zona tórrida. Luego no es el clima ni es el territorio.
¿Atribuiremos esa diferencia a la política? Todas las constituciones americanas se han modelado o han tomado a las cartas del norte sus principios, sus instituciones. Elecciones, cámaras, municipalidades, responsabilidad, el juri, todo eso hemos practicado, todas esas formas hemos aplicado y la libertad no ha podido arraigarse.
¿Atribuiremos a la raza? Aquí no debemos confundir al obrero con la idea. ¿Es la raza norte de la Europa tan sólo la que ha producido estos resultados? No, señores. Porque los sajones, y los austriacos y los rusos que también son hijos del norte, viven bajo el despotismo. Y bajo otro aspecto, no hay raza desheredada en el mundo.
La libertad ha brillado en Grecia y en Italia, países de otra raza y otro clima.
No queda, pues, otra causa para explicar la diferencia de ambas americanas, sino la causa religiosa.
No me refiero a tal religión, a las sectas católicas y protestantes que dividen al cristianismo. En Estados Unidos, viven todas las sectas y religiones, no hay religión de Estado, ni religión nacional, pero sí hay un principio común que forma, por decirlo así, el alma de esa nación y, ese principio, es para todo objeto, sea religioso, sea político, la soberanía de la razón en todo hombre. Tal principio es la raíz misma de la libertad. Donde ese principio no existe, la libertad no existe, y aún más, os digo; no puede existir.
En efecto. Nosotros en la América del Sur, creemos que una cosa es la libertad política y otra cosa es el dogma religioso. Abandonamos al sacerdote y a la Iglesia, la conciencia; y creemos que guardamos la soberanía para las cosas políticas, para las cosas de la tierra. Hecha esta división en la soberanía del hombre, es decir en lo que se debe obedecer con fe ciega, de lo que se debe hacer con razón independiente, hemos creído conciliar la libertad con la religión y nos reposamos tranquilos. Al ciudadano, al Estado, la política; al sacerdote el dogma, la conciencia, el juicio absoluto. Tal es el dualismo del mundo americano, dualismo que todas las repúblicas han estampado en el pórtico de sus constituciones, para revelar el antagonismo de dos ideas, de dos dogmas, de dos destinos. Es así como comprenderéis la contradicción de todos nuestros códigos políticos: 1° Principio: La soberanía reside en el pueblo. 2° Principio: La religión de la República es la católica Romana.
SENATUSPOPULUSQUEROMANUS.
El senado y el pueblo Romano, revelando así los dos poderes, los dos estados, las dos naciones rivales que se hacían la guerra y cuya lucha forma el drama de la historia de ese pueblo.
Del mismo modo veo en esos dos principios, la revelación de las dos naciones, de los dos estados que viven superpuestos en las repúblicas del sur.
La soberanía reside en el pueblo.
Pero ¿cuál es la soberanía de ese pueblo, cuya razón gobierna, dirige y somete bajo el dogma? Tal soberanía no existe. Es tan sólo una palabra consignada pero no es una realidad, libre, conquistada.
El senado Romano era un cuerpo aparte; la Iglesia romana es también un cuerpo aparte, pero era, además, la representación de la soberanía de nuestra alma, porque ella está encargada de pensar por nosotros, y de presentarnos sus pensamientos como revelaciones infalibles del Eterno. Y ¿creéis posible encarnar la libertad en los pueblos que no creen poseer la soberanía radical del pensamiento? Imposible. Es esto tan cierto que no ha habido déspota en América que no sea el defensor de la religión, contra la herejía de pensar, y si todavía no se ha explicado a juicio mío la duración de la dictadura de 20 años en la República Argentina, yo me explico fácilmente, desde que la Iglesia colocó su retrato en los altares, desde que la cátedra católica lo proclamaba como restaurador de la ley, de la tranquilidad y de la religión. ¿Qué queréis que pensase el ciudadano? La infalibilidad religiosa hablaba. La razón del hombre debía someterse: Haced pueblos libres.
Del mismo modo, los que se han denominado liberales en los partidos de la América del Sur, no han osado, o no han querido o no han podido ver la raíz de la libertad en la razón emancipada. Siempre han pretendido asentar la libertad política, al lado del dogma reconocido que niega la base posible de toda libertad. De aquí la necesidad de la diplomacia, de la intriga, de la reticencia mental, del engaño en una palabra, para poder hacer vivir un régimen liberal, sin que fuese agobiado en su principio por la mano omnipotente de la Iglesia que podía levantar las tempestades del embrutecido océano popular, en efervescencia de entusiasmo, para sepultar toda reforma y ahogar al espíritu libre.
Observad aquí señores, el extraño fenómeno que presenta la lucha de los pueblos, y os pido atención para presentaros el sofisma terrible que, cual aliento del infierno, empaña el firmamento que debe resplandecer sobre la América.
El pueblo es soberano decimos todos, filósofos y católicos, los republicanos y aun los monarquistas. Si el pueblo es soberano, su voluntad es ley. La mayoría de sufragios, y el poder de las masas ha sido elevado de este modo a la prepotencia política sea bajo el régimen de oligarquías explotadoras, sea bajo el régimen de caudillos, en verdad, porque encabezan y representan y encarnan la fuerza tremenda de las masas.
¿Y cuál ha sido el resultado? El despotismo y la barbarie. ¡Y qué! ¿La soberanía del pueblo produce lógicamente el despotismo y la barbarie? Sí, señores; he aquí la afirmación que os hago, con todas las apariencias de una paradoja, pero suspended un momento vuestro juicio.
Dar la soberanía del pueblo a los pueblos, sin conciencia de la soberanía, es darla a los que posean la conciencia de esos pueblos. La causa de la Iglesia es la del sacerdocio, personaje infalible, poseedor de la imagen de la omnipotencia, pues puede con palabras misteriosas crear un Dios y que el omnipresente se presente en una hostia, a su llamado, a su mandato, cuándo y dónde quiera, todos los días, a toda hora.
¿Y creéis que pueda existir poder político al lado de ese poder divino? ¿Soberanía del pueblo al lado de esa soberanía omnipotente? ¿Libertad de pensar, libertad de juzgar, de legislar ante la facultad del cuerpo que tiene las llaves del cielo y de la tierra, del infierno y del paraíso? Imposible, mil veces imposible. La soberanía del pueblo, es, entonces, una mentira, es un sarcasmo que el catolicismo se apresura siempre a aceptar en los países educados bajo su imperio, porque está seguro de esa soberanía. Además agregaré: por más que se reconozca la soberanía del pueblo en los países católicos, esa soberanía no existe. Para ser soberano, es necesario ser independiente. Para ser independiente es necesario reconocer la sobera nía de la razón en todo hombre. El soberano que no cree en su razón no es soberano; y ese título no sirve sino para hacerlo radicalmente siervo, siervo voluntario, la peor de las servidumbres, y el último grado de la esclavitud, pues llega a santificarse a sí misma.
Tal es, señores, la causa de ese extraño fenómeno que nos agobia. El despotismo popular, el caudillaje popular. Los pueblos siervos se creen libres y contentos, y aman al hombre que representa su abdicación, que encarna el odio común a la emancipación del alma, a la filosofía, a la reforma, a la libertad aceptada como base y cúspide del edificio social. Tal es la razón de la popularidad de los tiranos en todos los tiempos desde Julio César hasta Rosas Cuántas veces esos tiranos, como Felipe II, por ejemplo, apoderándose del germen de envilecimiento, de la pasión popular, del odio a los moriscos y protestantes, llegan a ser ellos mismos la encarnación del poder de la Iglesia, ¡y a ser aún más fuertes que la Iglesia! Es una lucha entre dos despotismos, y será más fuerte, el que sea más lógico con su principio.
He ahí, pues, los elementos del drama histórico de América. Nuestras constituciones reproducen la mentira de nuestros públicos actos hasta 1813, jurando reconocer la autoridad de nuestro legítimo soberano Fernando VII. Pero esa mentira duró 3 años cuando más, mientras que todavía dura el reconocimiento de nuestro pleitohomenaje, al soberano de Roma.
Mentimos para emanciparnos nacionalmente y continuamos mintiendo para emanciparnos filosófica y políticamente. Hay dos soberanos en el Estado, así como creemos reconocer dos soberanos en el fuero íntimo del alma. He ahí la dualidad, la duda, la anarquía, las dos fuerzas hostiles que luchan con toda la América del Sur, en los comicios, en las legislaturas, en la prensa, en el seno de las familias y en el fondo de la conciencia. La pacificación no puede venir si no de la victoria de uno de ellos, pues ambos son antónimos: el uno es negación del otro. Posesionaos de ese dualismo, y tendréis la solución del enigma de nuestra historia.
Queda por explicar señores, por qué los partidos en la América del Sur, no se encuentran jamás en el terreno de los dogmas. Los liberales, los amigos de las instituciones, y los amigos del caudillaje tienen también un fondo común, y he aquí la causa de las semejanzas que presentan, a pesar de la hostilidad que manifiestan.
El liberal proclama la soberanía del pueblo.
El caudillo proclama la soberanía del pueblo.
El liberal no puede negarla sin contradecirse, y he aquí la razón de por qué se ve obligado a aceptar los hechos.
El sacerdote católico, por otra parte, seguro de la mayoría, se apoya también en la soberanía del pueblo, y resulta que tanto los amigos de las instituciones, como los partidarios de la fuerza, se ven dominados por el cuerpo o partido que proclama la obediencia ciega.
Los sostenedores de la idea del Estado, no pueden desconocer la idea religiosa y al cuerpo que la representa.
La Iglesia, por su lado, no puede desconocer la idea del Estado, sin desenmascararse enteramente. Las dos ideas, como dos enemigos, sin poderse vencer, hacen una transacción. Esa transacción se compone de dos concesiones: la primera, es el reconocimiento de la religión por el Estado y el sometimiento de su culto, y la concesión de la Iglesia, es el reconocimiento del derecho de patronato. Es así como os explicaréis ese dualismo de constituciones y los misterios de anarquía que siempre tienen en perpetua alarma a nuestros pueblos.
Pero, señores, ¿es posible que el dogma de la soberanía del pueblo produzca semejantes resultados, contradictorios en su base y despóticos en su fin? He aquí el punto que es necesario aclarar para resolver no sólo el problema histórico de América, sino también la tranquilidad del porvenir.
Todo depende de la falsa concepción de la soberanía del pueblo. Se ha dicho vox populi vox Dei. Ante semejante principio, las pasiones, los errores, los crímenes, con tal que hayan sido la expresión del número, de las masas, o de la gran mayoría, han sido santificados como revelaciones de la verdad. Nada más bello, ni que haya dejado huellas más dolorosas en la historia.
La exterminación de los herejes era pedida por la voz del pueblo. La San Bartolomé fue decretada por la voz de Dios. Las matanzas de la revolución francesa del mismo modo han sido justificadas como decretos de la Providencia.
¿Qué hay en el fondo de esos actos, qué doctrina envuelven? Es la siguiente: El fin justifica los medios.
¿Cuál es el fin? El triunfo. ¿Cuál es el triunfo? La idea de cada partido. Y como cada partido es y pretende ser la verdad, la mayoría, la soberanía, el pueblo, entonces no se indaga si lo que triunfa es la justicia, sino que lo que triunfa es y debe ser la justicia porque la voz del pueblo es la voz de Dios. Es, pues, el empirismo y la fatalidad entronizadas por la misma soberanía del pueblo, o en otros términos, es la abdicación de la soberanía de la razón ante el hecho brutal, ante la fuerza, ante el peso de las masas.
De ahí ha resultado que todos los partidos abdican la justicia y adoran la fuerza, porque según ellos el fin justifica los medios. Es así como vemos a todos los partidos apoderarse sucesivamente de las armas de sus adversarios. Es así como giramos siempre en círculos viciosos, parecidos al corso y recorso de la teoría de Vico. La inmoralidad y el crimen no vienen a ser crímenes sino según la mano que lo ejerce, y la soberanía del pueblo prostituida, viene a ser tan sólo la emulación de la fuerza, la hipocresía del sufragio, la máscara del derecho, y en realidad, la explotación o venganza.
Forzoso es, pues, que nos formemos una idea de lo que es la soberanía del pueblo.
La soberanía del pueblo es la soberanía del hombre.
¿Pero qué es lo que hay de soberano en el hombre? Sólo hay de soberano en el hombre, la razón.
Luego la soberanía del pueblo es la soberanía de la razón universal.
La razón, señores, no sólo es la facultad de pensar, raciocinar, es algo más. La razón es la visión de la ley. Donde no hay ley, no hay razón, donde no hay razón, no hay libertad, ni derecho, ni justicia posible.
Luego la visión de la ley es la soberanía del pueblo, y es aquí que veréis la unidad del pensamiento que motivó este discurso.
La ley de la historia viene a identificarse con la soberanía del pueblo, la soberanía del pueblo con la razón, la razón con la ley, la ley con la libertad, la libertad con la república en la tierra y la perfección incesante en los mundos suprasensibles del espíritu.
Para establecer la soberanía del pueblo debemos, pues, establecer la soberanía de la ley.
¿Cuál es la ley? La ley es el imperativo del Creador, que establece la individualidad impenetrable y la fraternidad perfectible.
La individualidad impenetrable es el derecho.
La fraternidad perfectible es el deber.
El derecho o la libertad es la identidad de todo ser que piensa.
El deber es el desarrollo de esa libertad universal.
He ahí las condiciones radicales del bien.
He ahí la visión de la ley que, estableciendo la soberanía de la razón, establece y funda la cir cunscripción de la soberanía del pueblo.
No es, pues, la agregación de voluntades lo que forma la ley y la justicia. El océano popular ha encontrado la mano omnipotente que le dice: de aquí no pasarás. No hay derecho contra el derecho, y así, mayoría, pasiones, sufragio, pueblo en masa levantado atropellando una de las barreras divinas, no es pueblo soberano, sino fuerza bruta, que pretende demoler los cimientos sociales, y suicidar su propia voluntad. Hay, pues, que establecer dos categorías en la legislación de los pueblos. La legislación divina, que nadie puede tocar, la legislación humana que puede variar con el progreso de las luces.
He llegado al fin de este trabajo, señores.
No se me ocultan sus imperfecciones, los puntos que debían ser más dilucidados; pero cada día tiene su tarea. Réstame, tan sólo en un epílogo, presentaros algunos de los caracteres de la ley para conocer nuestro deber como americanos y como hombres.
Si el dedo de Dios le asignó una línea, esa línea no es el círculo, ni la elipse: Es la parábola cuyo foco inmediato es la libertad y Dios su foco infinito.
La marcha de la historia no es la línea recta.
La humanidad camina cayendo y levantándose.
Revelaciones magníficas desaparecen en eclipses tenebrosos. La filosofía de la historia del Viejo Mundo se abrazó de la fatalidad. La filosofía de la historia del Nuevo Mundo debe abrazarse de la libertad y preguntar al Ser Eterno: ¿cuál es el bien que te has propuesto al lanzar ese ser inmoral en el espacio, que acumula la vida de los siglos, e infatigable cargando el testamento del pasado, recibe al mismo tiempo el soplo vivificador de la esperanza? Justicia Amor Abundancia.
El ideal en la conciencia y las acciones, el ideal en las leyes y costumbres; el ideal en los pueblos iluminados por el mismo Sol de la santa humanidad en la federación de las naciones.
Ese ideal es razón independiente, pasa ser digno de ser soberano.
Ese ideal es la justicia y el amor. El estoicismo como principio, el cristianismo de Jesucristo como vínculo.
Ese ideal es la aspiración de todas las revelaciones de grandeza, de heroísmo y santidad que han surcado el firmamento de la historia como centellas de la corona del Eterno. Es el momento de las Termópilas como patriotismo nacional. Es el momento de Sócrates como patriotismo de la filosofía; es el momento de los gracos como patriotismo social; es el momento francés como patriotismo humano, es el momento del gólgota como patriotismo divino.
Reunir, señores, los resplandores de belleza del alma de las razas y de los tiempos, porque el alma humana es hecha en este sentido, inmensa como el corazón infinito. Victoria del espíritu de pacificación y mansedumbre, arrojemos una mirada sobre nuestras miserias cotidianas para no repetirlas y dar la mano a los siervos de la materia, a los esclavos de las pasiones, a las víctimas del egoísmo humano.
Reunamos en el ciudadano la unidad indivisible de sus funciones, como súbdito y soberano, como legislador y juez, como soldado y sacerdote.
Completemos al hombre mutilado con el gobierno directo; a los pueblos con su soberanía, a la América con su federación.
La obra es inmensa. Es la epopeya, la única epopeya futura que cierne su corona sobre la humanidad. El telégrafo eléctrico ha despertado los mares de Colón en la tumba de ese océano salvado por un genio, y sintiendo en su inmenso corazón las palpitaciones de ambos mundos se levanta para decirnos: ``A la obra, a la pelea, ved que hasta el bronce se funde con la idea''.
Sembrad de camino esa pampa que os abre sus brazos para colmaros de riqueza.
Las razas primitivas esperan el estandarte de humo de la locomotiva victoriosa, para tomar su puesto en las líneas de la civilización.
Tenéis que abolir la esclavitud en el Brasil, que redimir al Paraguay, que organizar la unidad Argentina, la unidad americana, que descatolizar la conciencia y cristianizar la voluntad, preparar el gobierno directo, y con la filosofía única, Iglesia inmortal siempre en concilio permanente, fundar un Nuevo Mundo, que puede llamarse, si queréis; el mundo de la razón.
¡Así sea!
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